Los hijos necesitan tiempo (2)
Hemos quedado en esto: los
hijos necesitan tiempo. El mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos,
el más provechoso, es regalarles su vida y su tiempo: para estar con ellos, para
convivir con ellos. Y para hablar
con ellos y escucharles. Hoy nos centraremos en esto de hablar y escuchar.
Hablaremos, pues, del tan echado de menos diálogo padres-hijos.
José Mª Cabodevilla tiene un libro con un título curioso: “Palabras
son amores”. Así. Y Aldous Huxley dice que “el amor es conversación.”
Comunicación, diálogo, pues. ¿A qué enamorado no le explota el amor en
palabras? El Diccionario de
la Real Academia dice que “conversar” –en su 2ª acepción- es “vivir, habitar en compañía de otros.”Y la palabra
“conversable” la define: “tratable, sociable, comunicable.” Por eso, santa
Teresa decía que las monjas debían ser “cuanto más santas, más conversables.” Lo
mismo digo yo: cuanto mejores padres, más conversables han de
ser.
Cabodevilla habla de una crónica de Salimbe, en la que se cuenta que,
allá por el siglo XIII, Federico II de Alemania, llevó a cabo un experimento extraño:
hizo que un grupo de niños fueran cuidados con todo esmero en un ala de su
palacio. Sólo que a esos niños nadie -por ningún motivo- podía dirigirles la
palabra. ¿Qué pretendía con ello? Esto: comprobar qué idioma comenzarían a
utilizar espontáneamente esos niños y así saber cuál fue el idioma primigenio de
la humanidad. ¿Resultado? Que los niños no hablaron ningún idioma; murieron.
Y es que la comunicación no es un capricho, es una necesidad. Todos
necesitamos salir al encuentro de los otros, romper la muralla de la soledad,
comunicarnos, hablar. Dice Cabodevilla: “... vivir es convivir y... convivir
es algo más que coexistir. Es comunicarse, intercambiar ideas, compartir
esperanzas, temores, problemas y soluciones.” ¿Estará aquí la explicación de
por qué a tantas parejas se les muere el amor? ¿Será por esto por lo que tantos hijos se experimentan
abandonados, olvidados, que se hunden en una soledad que les abruma y les mata
lentamente?
Comunicarse. Dialogar. He ahí lo que tantos hambrean y por cuya falta tantos “mueren” de asco. En muchos
ámbitos de la vida. Pero, sobre todo, en la
familia.
Bien, dialogar. ¿Y qué es dialogar? Martín Descalzo escribió que la gente
llama diálogo a cualquier cosa, a cualquier charloteo de tertulia; pero que él prefería llamar diálogo al encuentro sereno en el que dos
almas se desnudan y se encuentran.
No se trata, pues, de intercambiar mera información y opiniones. Menos
aún, de discutir, atacar las opiniones del otro, hablar cada uno por su lado u
otras cosas parecidas o peores. Diálogo es encuentro, comunicación entre
personas, hablar y escuchar, dar y recibir, entregar la propia intimidad, la
propia verdad y completarla con la del otro. Lo de Antonio Machado: “¿Tu
verdad? No, la Verdad, / y ven conmigo a buscarla./ La tuya
guárdatela.”
Y además, esto: el diálogo no se impone. – “Oye, ven acá. A ver, ¿qué es eso que me han dicho?”-, dice el
padre. Y blablabla…, el discurso. Y el hijo agacha la cabeza y guarda el
silencio del muerto. Después el padre se lamenta: “es que no hay quien le saque
una palabra”. Y yo digo: ¡Claro! Es que el diálogo hay que hacerlo posible con
una actitud previa de preocupación, de interés por el otro, de acogida y de
respeto. ¡De escucha, vamos! De nuevo Machado: “Para dialogar, / preguntad primero; /
después... escuchad.” Hay padres que apenas el hijo ha comenzado a
hablar, ya le han soltado la solución: una sarta de consejos tópicos, que al
hijo le asquean y aburren, por
oídos y por fuera de lugar ¡Si, a lo mejor, lo que vuestro hijo quiere es
espantar su soledad hablándoos y sintiéndose escuchado por vosotros! Y vosotros
sin enteraros. Ni darle oportunidad de que “os
entere.”
En
esto del diálogo, escuchar no es sólo cuestión de buena educación, sino
requisito esencial. Dijo el filósofo Zenón de Elea: “Nos han sido dados dos oídos y sólo una
boca, para que podamos oír más y hablar menos.” No está mal. Y escuchar no
es sólo callar, mientras el otro habla. No es sólo oír, mientras interiormente
preparo la respuesta. Es mantener una actitud de apertura, de acogimiento frente
al otro, aceptándole como es y como se me manifiesta. Saber escuchar es ponerse
en el lugar del otro, para mirar las cosas desde su punto de vista, que es la
única manera de entender algo del otro. Y además esto: sólo es posible el
diálogo donde hay sinceridad, autenticidad, transparencia. La mentira, la
ficción, ¡cuántos corazones y cuantas bocas
cierra!
Y ahora, dialogar en la familia. Diálogo primero entre los padres. ¿Cómo
aprenderán a dialogar los hijos, o se sentirán invitados a hacerlo, si no ven
dialogar? Bien sabemos la influencia del ambiente familiar en el niño. Son
muchas las influencias que construirán su personalidad; pero ninguna tanto como
la del hogar, la de los padres. En lo del diálogo concretamente: cuando un niño
crece en un ambiente de diálogo, de comunicación espontánea, en un hogar donde
se expresan y comparten con espontaneidad
las penas, las alegrías, los gozos, los problemas, las frustraciones;
cuando crece en un hogar donde está presente el calor humano, el cariño, la
aceptación incondicional..., aprende a dialogar y a comunicarse. Y tiene, por
ello, muchas posibilidades de ser el día de mañana una persona espontánea,
serena, madura, comunicativa,
dialogante, acogedora, tolerante. “Conversable”, vamos. Vale la
pena.
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