Hoy, ¡Feliz día!... Y mañana ¿qué?
Era su onomástica. Y a mi amigo alguien le deseó: “¡Felicidades! ¡Feliz día!” Y su respuesta fue áspera, enrabietada: “Sí, hoy todos, ¡feliz día!... y mañana ¿qué?”
Le expresé después mi sorpresa ante respuesta tan desabrida y extraña. Y él me explicó: “Es que estoy harto de falsedades e hipocresía... Un día deseamos o nos desean, felicidad y todas las maravillas, ¿y después? Como cuando a principios de año se nos llena la boca deseándonos: feliz año lleno de paz, de amor, de prosperidad y de todo lo bueno, y después nos dedicamos a fastidiarnos los unos a los otros y a hacernos la guerra todos los días. ¿O no? A los que les hemos dicho: ¡“feliz año”!... ¿quién se preocupa de hacerles la vida más feliz, más agradable y más vividera? Nadie. ¡Una farsa! ¡Parole, parole, parole...”, como cantaba la italiana Mina.”
Hasta cierto punto mi amigo tenía motivos para pensar así. Estaba pasando una etapa de dificultades en su matrimonio. La esposa había entrado en el juego de hoy: “me separo”, y mañana: “dame una nueva oportunidad”, que no terminaba. De ahí el recelo de mi amigo ante las buenas palabras y las buenas intenciones que le expresaban.
Yo no digo que piense como mi amigo ni que desprecie las buenas palabras y los buenos propósitos. Pero sí pienso que la vida de unos y de otros sería un poco más feliz, -o, al menos, algo menos desagradable-, si a esas palabras y a esas promesas le metiéramos dentro algo más de compromiso. Por ejemplo: ¿qué ocurriría si eso de “feliz año nuevo”, que nos decimos al comienzo de cada año, no quedara en mera fórmula, sino que la convirtiéramos en un compromiso serio de procurar cada día hacer un poco más feliz al otro? Y lo mismo podemos decir de lo que nos decimos y expresamos en otras circunstancias: día del santo, cumpleaños, reconciliaciones, etc.
Y no pensemos en grandes cosas. Todos sabemos que la felicidad de las personas no está construida tanto por grandes acciones cuanto por pequeños gestos de amor, de atención y de comprensión. Para hacer feliz y agradable la vida de los demás –o menos dura- tal vez lo más importante sean las pequeñas y constantes acciones que cada día alimentan el fuego del amor y de la ilusión: una sonrisa, una palabra cariñosa, una caricia, un te quiero, un pequeño obsequio, un destacar algo positivo del otro, alabar su trabajo, escuchar con atención el problema o la alegría del otro, echarle una mano si lo necesita, etc. Pequeñas cosas, pero ¡cómo suavizan la convivencia y alimentan el amor, y cuánto ensanchan el corazón!
Recuerdo a un amigo, maestro en esto. Cuando te encontrabas con él, siempre tenía una sonrisa y una palabra cariñosa y agradable que te animaba y alegraba. Por ejemplo: “Qué gusto me da verte”..., o “Te veo contento, me alegro”, o “Me gusta el suéter que llevas”, o “Ayer estuviste muy bien en la reunión”. Y así un montón de palabras agradables, que a uno le alegraban el corazón y le hacían crecer en la autoestima. Martín Descalzo, hablando del amor, dice que “el verdadero amor –aunque el romanticismo nos haya enseñado otra cosa- no se expresa por grandes gestos, por entregas heroicas, por sacrificios espectaculares, sino por la pequeña ternura empapada de imaginación. Por eso que en castellano denominamos con tanto acierto ‘los detalles’.”
Cuidar los detalles, tener atenciones, ése es el secreto de la armonía de muchas relaciones. El citado Martín Descalzo habló en un delicioso articulito de “Veinticuatro pequeñas maneras de amar”. Se pregunta él: ¿Amar son, tal vez, solamente algunos impresionantes gestos heroicos? Y responde que no hay que llegar a tanto. Y ofrece una serie de pequeños gestos de amor, que seguramente no cambien el mundo, pero sí lo hacen algo más vividero. Reproduzco la lista de esas sencillas maneras de amar y de hacer felices a los demás:
- Aprenderse los nombres de la gente que trabaja con nosotros o de los que nos cruzamos en el ascensor y tratarles luego por su nombre.
- Estudiar los gustos de los otro y tratar de complacerles;
- Pensar, por principio, bien de todo el mundo;
- Tener la manía de hacer el bien, sobre todo a los que no se lo merecerían teóricamente;
- Sonreír a todas horas. Con ganas o sin ellas;
- Multiplicar el saludo, incluso a los semiconocidos;
- Olvidar las ofensas. Y sonreír especialmente a los ofensores;
- Hacer favores. Y concederlos antes de que terminen de pedírtelos;
- Aguantar al pesado. No poner cara de vinagre escuchándolo;
- Visitar a los enfermos, sobre todo sin son crónicos.
- Prestar libros aunque te pierdan alguno. Devolverlos tú.
- Recordar las fechas de los santos y cumpleaños de los conocidos y amigos;
- Hacer regalos muy pequeños, que demuestren el cariño pero no crean obligación de ser compensados con otro regalo;
- Contarle a la gente cosas buenas que alguien ha dicho de ellos;
- Dar buenas noticias;
- Tratar con antipáticos. Conversar con los sordos sin ponerte nervioso.
- No contradecir por sistema a todos los que hablan con nosotros;
- Exponer nuestras razones en las discusiones, pero sin tratar de aplastar;
- Contestar, si te es posible, a todas las cartas
- Entretener a los niños chiquitines. No pensar que con ellos pierdes el tiempo;
- Animar a los viejos. No engañarles como chiquillos, peros subrayar todo lo positivo que encuentres en ellos.
- Acudir puntualmente a las citas, aunque tengas que esperar.
- Mandar con tono suave. No gritar nunca.
- Corregir de modo que se note que te duele el hacerlo.
Ahí están. Y como dice, Martín Descalzo, cada uno podemos añadir otras muchas. Acciones sencillas. Nada del otro mundo. Pero seguro que harán algo más felices a los demás. Si éstos o parecidos detalles hubieran presidido la convivencia de mi amigo, seguro que no hubiera reaccionado tan brusca y ásperamente cuando le dijeron: “Feliz día!”! ¿No crees?
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