Dar, ese verbo que nos cuesta tanto 'conjugar'
Días pasados se celebró la Campaña contra el Hambre en el Mundo. Por todos los medios de comunicación, se invitaba a dar, a compartir. La gente -me decía un colaborador de la campaña- suele responder bastante bien a esta Campaña. Pero ¿basta dar y compartir sólo en ocasiones como ésta? Pensando en esto, se me ocurrieran estas reflexiones sobre esto de dar.
A veces, cuando sofronizo a una persona, para comprobar la profundidad de su relajación, suelo sugerirle que, a la orden que yo le dé, haga o diga algo concreto. En aquella ocasión, sofronizaba a una joven en presencia de una amiga común, y le sugerí que, cuando yo se lo dijera, ella contaría hasta seis, pero se saltaría el número tres, porque ella no conocía ese número. Y así, cuando le di la orden, contó: uno, dos, cuatro, cinco, seis... Cuento esto porque a veces pienso que con el verbo dar (o compartir, si te suene mejor) a muchos, en la vida, les ocurre algo parecido: cuando lo conjugan, se saltan la primera persona, porque no la conocen. "Conjugan" muy bien, sobre todo si se trata en su forma perifrástica, la segunda y la tercera persona:“Tú has de dar, él ha de dar, vosotros habéis de dar, ellos han de dar”, pero la primera persona... Y es que dar es un verbo que sólo el que ama sabe y se atreve a "conjugarlo" completo en la vida; a los egoístas nos asusta, porque nos suena a empequeñecimiento, a vaciamiento. Y es que nos empeñamos en no entender. Cristo fue claro: "Dad y se os dará... La medida que uséis, ésa usarán con vosotros." (Lc 3, 38) Está claro, pienso. Dar no es empobrecernos: es capacitarnos para recibir, para ser llenados. Como el vaso que es vaciado de agua para ser llenado de buen vino. Algo así. Nosotros damos y nos damos, compartimos con el hermano necesitado, y Dios se nos da y nos da. Nos vaciamos de eso poco que somos nosotros y lo nuestro, y somos llenados de eso mucho que es Dios y lo de Dios. El trueque es ventajoso. ¿O no? Darnos nosotros y dar de lo nuestro. ¡Somos ricos de tántas cosas!... Veamos: Tiempo, (que hay que ver cómo lo malgastamos, a veces, en inutilidades y tonterías); Comodidad, (¡dar nos obliga a movernos tánto a veces!); Conocimientos y formación, (que hemos podido adquirir, cuando otros no han tenido medios ni oportunidad de hacerlo, tal vez); Alegría (que puede iluminar la vida de tantas personas que andan por la vida con la pena y la tristeza a cuestas); Caprichos y pasatiempos (que nos absorben e hipotecan tiempo, vida e interés); Descanso, (que merecemos, pero hasta cierta medida... ); Perdón y olvido (de tantas "cosillas" y aun "cosazas", que nos siguen doliendo y amargando la vida); Silencio... (o palabra, según); Preocupación por el otro y sus problemas, (aunque nosotros no los tengamos menores); Dinero (ese "dios esclavizador" que tanto adora esta sociedad nuestra del tener y acaparar); Y un etcétera largo, larguísimo que cada uno puede completar.
Sí, somos ricos, pero somos tacaños. Tenemos mucho para dar y compartir, pero no compartimos nada, o muy poco. La solidaridad no es nuestro fuerte, generalmente. Olvidando estúpidamente que, al dejar este mundo, nuestras manos estarán más o menos llenas, según haya sido nuestra generosidad o nuestra cicatería, pues "la medida que uséis, ésa usarán con vosotros." Advierte san Cesáreo de Arlés: "Oh hombre, ¿con qué cara te atreves a pedir, si tú te resistes a dar.” Y el Libro de los Proverbios avisa: “Quien cierra los oídos al clamor del necesitado, no será escuchado cuando grite.” Y un amigo mío suele decir: “Manitas que no dais, ¿qué esperáis?” Porque hay muchos que sólo abren la mano para recibir, pero nunca para dar. La Madre Teresa de Calcuta contaba: “ Frecuentemente me preguntan cuándo terminará el hambre en el mundo. Y yo respondo: Cuando tú y yo aprendamos a compartir. Cuanto más tenemos, menos damos. Cuanto menos tenemos, más generosos tendemos a ser... En una ocasión, por la tarde, un hombre vino a nuestra casa, para contarnos el caso de una familia hindú de ocho hijos. No habían comido desde hacía ya varios días. Nos pedía que hiciéramos algo por ellos. De modo que tomé algo de arroz y me fui a verlos. Vi cómo brillaban los ojos de los niños a causa del hambre. La madre tomó el arroz de mis manos, lo dividió en dos partes y salió. Cuando regresó le pregunté qué había hecho con una de las dos raciones de arroz. Me respondió: "Ellos también tienen hambre". Sabía que los vecinos de la puerta de al lado, musulmanes, tenían hambre. Quedé más sorprendida de su preocupación por los demás que por la acción en sí misma. En general, cuando sufrimos y cuando nos encontramos en una grave necesidad no pensamos en los demás. Pero esta mujer maravillosa, débil, pues no había comido desde hacía varios días, había tenido el valor de amar y de dar a los demás, tenía el valor de compartir.” S. Basilio decía: “Si cada uno tomara lo necesario, no habría ricos, pero tampoco pobres.” No hace mucho me contaron este cuento. Era un niño que soñaba con ver a Dios. Un día, cogió su mochila, puso en ella unas galletas y unos botes de zumo, y se echó a la calle a buscar a Dios. Después de andar de aquí para allá por la ciudad, vino a caer en un parquecillo solitario y silencioso. Sólo había una anciana que, sentada en un banco, miraba unas palomas que zureaban y picoteaban buscando comida.. El niño se sentó junto ella. Era tarde, sintió hambre y abrió su mochila, sacó unas galletas y comenzó a comer. La mujer le miraba y sonreía. El niño pensó que le apetecería una galleta y se la ofreció; ella la aceptó, la agradeció con una sonrisa amable y la comió. Sacó el niño también dos botes que zumo, y ofreció uno a la anciana, que también lo aceptó y volvió a sonreír al niño. Al niño le hacía tan feliz la sonrisa de aquella anciana, que siguió ofreciéndole más galletas, para verla sonreír. Y así, en silencio, sin decirse nada, compartiendo galletas y sonrisas, estuvieron hasta que se acabaron las provisiones de la mochila del niño. Se hizo tarde, y el niño pensó en volver a casa. Se levantó, dudó un momento... y dio un beso a aquella mujer desconocida que le sonreía y sonreía; y ella, a su vez, abrazó al niño con una ternura que nunca éste había experimentado. Cuando llegó a casa, su madre vio en el rostro de su hijo un contento especial. Le dijo: “¿Qué has hecho hoy, que te hace sentirte tan feliz?” El niño respondió: “Es que he estado comiendo galletas con Dios en el parque... Y ¿sabes, mamá? Sonríe de una manera más hermosa...” También la mujer volvió a su casa. Su hijo la vio más feliz que nunca y le preguntó: “¿Qué has hecho, mamá, que regresas tan feliz?” Ella le dijo: “He estado en el parque comiendo galletas y zumo con Dios... Y ¿sabes? Es mucho más joven de lo que creía.” Ahí tienes, amigo lector: la felicidad del dar y compartir. En esta sociedad hay muchos que, teniéndolo casi de todo, viven una vida tristona y opaca, con una inmensa falta de alegría de vivir. Viéndolos, a veces me pregunto, ¿no cambiarían ésas vidas y se iluminarían de gozo y alegría, si se atrevieran a abrir su mochila –tan llena- y comenzaran a compartir con los que encuentran en el parque de la vida y no tienen nada, como el niño del cuento...? Compartir, dar. Y dar a todos. Como el Padre Dios, que es generoso lo mismo con los malos que con los buenos, y “hace salir el sol para buenos y para malos, y llover para justos e injustos.” (Mt 5,45). Así nosotros. Dar y compartir sin preguntar nombre ni mirar conductas: Al que es amigo y al que no me quiere bien; Al simpático y al que se cae de poca gracia; Al que trato todos los días y al que no volveré a ver más; Al agradecido y al que, al recibir, ni siquiera me mira a la cara; A aquel del que puedo esperar algo y a aquel otro que sólo sabe – o sólo puede- recibir.
Y ahora pregunto: ¿Damos, compartimos? Y otra cosa: ¿Educamos para el dar, para el compartir?; ¿nuestros niños, nuestros hijos, están aprendiendo a ser solidarios, a abrir la mano y la vida, a compartir, a “conjugar” el verbo dar? Que también a dar y ser solidario se aprende. Y se aprende –como siempre, cuando de valores y virtudes se trata- no tanto oyendo, cuanto viendo. El niño que ve que en su hogar el otro cuenta, que se comparte con él, que se le ayuda, se es solidario, ¡se da!..., habitualmente aprende a obrar así. Recuerdo con cariño esta anécdota: Fui con el ánimo de escuchar una conferencia; pero, cuando entré en el salón donde se iba a dar, todos los asientos estaban ocupados. Yo usaba bastón y se notaba claramente que mis piernas no eran fuertes. Me quedé de pie, apoyándome en la pared, pensando marcharme enseguida, porque de pie no aguantaba mucho. De pronto, una adolescente se me acercó sonriente y me invitó a sentarme en el asiento que ella ocupaba. Me senté, y ella permaneció de pie mientras duró el acto. Al salir, me acerqué a ella, y le di las gracias por el favor. Y añadí: “Sobre todo, me ha producida gran alegría ver que aún hay jóvenes capaces de renunciar a su asiento para ofrecerlo a otro que lo necesita más.” Ella sonrió y me respondió con sencillez: “Es lo que he visto en mis padres”... De eso se trata: de que los niños vean actitudes y comportamientos de solidaridad, de preocupación por el otro, de compartir, de dar, incluso en detalles mínimos como el de ceder el asiento al que está en peores condiciones que yo. ¿Lo están viendo nuestros hijos? Pues...
Artículos:
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Rincón
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Refranes. Año de higos, año de amigos
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Paso la palabra. Para meditar cada día
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