Jesús Aniorte

Al hilo de la vida y de mis reflexiones

A amar se aprende, hay que enseñarlo

Ha sido una de las personas ante quien más pena he sentido. Era menudo. Se llamaba Alex. La monitora del grupo me había hablado de él: - “Es un niño extraño. Apenas si habla con nadie, y cuando me acerco esquiva toda caricia...

Un día me acerqué al grupo y me senté junto a él. Traté de echar mi brazo por encima de sus hombros y noté que se encogía, evitándolo. Le dije, mientras lo estrechaba contra mí: “Si yo te quiero mucho...” El movía la cabeza negando y decía: “No, no....” Y se encogía aún más. Desistí. Sorprendidos, nos miramos la monitora y yo.

Después me dijeron que era huérfano de madre; que vivía con su madrastra, que tenía otros hijos sobre los que volcaba sus cuidados y a él lo tenía bastante abandonado. Comencé a comprender. Recordé a Montagu: “El ser humano no aprende a amar en virtud de una serie de instrucciones, sino en virtud de la ternura de que es objeto.” Ni aprende a amar ni aprende a ser querido. Y lo que es peor, no aprende a creer que merece ser querido. Y Alex no había experimentado la ternura, no se había sentido querido. Probablemente nunca –o casi nunca- había escuchado la caliente y entrañable expresión “te quiero”, mientras le apretaban fuertemente contra el pecho. Por eso, cuando yo le decía que lo quería, él negaba con la palabra y con el gesto. Como diciendo: “Eso no es verdad: a mí no me quiere nadie.”

Lo de Alex me hizo pensar en tantos niños, que, sin llegar a la carencia tan extrema de afecto como la de Alex, sí carecen de buenos maestros de cariño y, por tanto, ni aprenden a querer ni a dejarse querer ni a expresar el cariño sanamente. Ni a quererse a sí mismos, que es lo más grave. Y, sin embargo, como escribe Pedro Finkler: El hombre es realmente un ser destinado a realizarse plenamente por el amor. No puede vivir equilibrado y relativamente satisfecho si no puede amar y se siente amado de cualquier persona. Amar y ser amado: es la necesidad psicológica fundamental de cualquier persona....”

Y recuerda Finkler las experiencias de René Spitz, Bawlby y otros psicólogos, los cuales, en la posguerra mundial, investigaron la causa del elevado índice de mortalidad infantil que se daba en maternidades y orfanatos. De sus estudios realizados con criterios rigurosamente científicos, los investigadores llegaron a este desconcertante descubrimiento: la causa directa o indirecta más frecuente de la mortalidad infantil en el primer año de vida es la carencia más o menos grave de amor.

Para vivir y crecer con un mediano equilibrio psicológico y sentirse bien consigo mismo y con los demás, el niño necesita sentirse querido. Luís contaba a los miembros del grupo de terapia lo mal que lo pasaba por su dificultad para expresar sus sentimientos. Sobre todo, el afecto. Hasta el punto de que, cuando nació su primer hijo, no fue capaz de darle un beso. Tan bloqueado se sintió. El lo explicaba: “Yo nunca me sentí querido por mí mismo. Yo sé que mis padres me querían, pero lo sé con la cabeza, diríamos: lo deduzco de que se preocupaban de mí; pero no porque me expresaran sensiblemente ese amor. Yo no recuerdo que me abrazaran y besaran. Sí recuerdo que se alegraban y celebraban mucho que llegara con buenas notas. Y yo –en mi interior- pensaba que lo que realmente les interesaba eran mis notas, no yo...” En los estudios triunfó Luís. Logró acabar brillantemente su carrera universitaria con premio extraordinario y, cuando lo conocí, era un médico con prestigio en su ciudad. Pero confesaba al grupo: “A mis 38 años, sigue asustándome sentir. En esto de la expresión de los sentimientos, estoy en Primaria. Después de estas sesiones espero aprobar esta “asignatura pendiente” y sentirme algo más feliz.”

Así hay muchos desgraciadamente. Como Alex, como Luís. Es en la primera infancia, cuando el niño aprende que merece ser querido, y que es bueno querer y expresar el cariño. Y es el amor de los padres el que se lo enseña Y no sólo porque los padres se lo digan con palabras -que hay que decírselo, claro que sí-, sino porque se lo “hacen sentir” mediante expresiones de cariño, como caricias, abrazos, besos, “achuchones”, etc. Y, sobre todo, porque percibe que se le quiere incondicionalmente. Porque es él, porque es digno de ser querido por él mismo, no sólo porque es muy obediente, o porque trae buenas notas, como le ocurría a Luís. Este es el amor que hace que el hijo aprenda a amarse y valorarse a sí mismo y a amar y valorar a los demás. Este es el afecto que hace que el niño crezca feliz. Y el que le hará, cuando mayor, espontáneo y sensible en el campo del afecto y del cariño.

El niño aprende a ser “humano” viviendo entre humanos. Y aprende a ser “amoroso”, como decía un amigo mío, viviendo entre personas “amorosas”, es decir, que aman, se aman y expresan el amor. Que esto de amar se aprende por contagio, no lo olvidemos. Por eso, es preciso también que el niño vea a los demás –a los padres y demás personas significativas para él- quererse y expresarse el cariño con espontaneidad. Cuando esto ve, el niño aprende que querer y expresar el amor es algo bueno y maravilloso.

Hay padres que, erróneamente, piensan que tratar cariñosamente a los hijos es una manera de hacerlos “blandengues” y frágiles. Grave error. Las muestras de afecto y cariño –oportunas, razonables, sin caer en mimos melindrosos- lo que logran es precisamente lo contrario: hacer niños felices, seguros y contentos de sí mismos ahora, y mañana, adultos con alta autoestima, que se verán a sí mismos como personas dignas de aprecio y afecto. Y, por ende, personas capaces de amar, de expresar su amor y de recibir amor. No lo olvidéis, padres: a amar se aprende, hay que enseñarlo.


Artículos:
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    Para contactar con Jesús Aniorte mandar un email a aniorte@totana.com
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