Cuando, ante los problemas de que me hablaba Julio Alberto, le dije que
dialogara con sus padres sobre ello, me miró sorprendido y respondió
escuetamente:
- “No
puedo”.
-
“¿Por qué?”, pregunté sorprendido.
-
“Mis padres no tienen tiempo.”
-
“Pero tú lo necesitas", insistí.
-
“Yo no importo. Tienen muchas cosas que
hacer”.
Confieso que este breve diálogo con este adolescente me llenó de una
inmensa tristeza. Y recordé un cuentecillo que leí hace tiempo. Se trata de un
niño que pregunta a su padre:
-
“Papá, tú
cuánto ganas cada hora”.
-“Eso a ti no te interesa”, respondió el padre
con cierta aspereza.
Pero el niño no se amedrentó e insistió una y otra vez, hasta que el
padre, para que lo dejara tranquilo,
le dijo que por cada hora de
su trabajo le daban dos mil pesetas (era antes del euro, claro). El niño, satisfecho, volvió a sus
juegos.
Cuando, por la noche, el padre entró en la habitación del niño para darle
el beso de despedida, éste le rogó:
-
“Por favor, papá, ¿me das cuatrocientas pesetas?”
-
“¿Para qué quieres tú cuatrocientas pesetas?”, preguntó el
padre.
-
“Por favor, papá, dámelas...”
Y
el niño insistió e insistió hasta que el padre le dio las cuatrocientas pesetas.
Entonces el niño se levantó presto y rebuscó en el cajón de su mesilla, sacó
unas monedas, unió a ellas las que le acababa de entregar su padre, las contó y
exclamó con alegría: “¡Dos mil!” Y mostrando las dos mil pesetas que había
logrado reunir, dijo a su padre:
- “Y ahora, papá, ¿me
podrías vender una hora de tu tiempo?”
Y
es que -por lo que se ve por ahí- el tiempo de muchos padres vale demasiado para
perderlo, por ejemplo, escuchando a los hijos. Como el de los padres de
Julio Alberto. Sin embargo, los
hijos necesitan tiempo gratuito de
sus padres: tiempo para ser escuchados,
y para que se juegue con ellos, y para que se interesen por sus
cosas, y…, y... ¡Necesitan tiempo! Y muchos padres sólo
les dan cosas. Y para poder regalarles cosas y más cosas..., renuncian a
convertirse ellos mismos en regalo
para sus hijos. Y, sin embargo, ¡éste es el regalo que más necesitan los
hijos!
Vivimos en el tiempo del elogio y la exigencia del diálogo: “Diálogo,
diálogo, diálogo. Hay que dialogar,” se oye por todas partes y a todos. Hay que
dialogar en la pareja, en la familia; hay que dialogar entre los partidos
políticos, entre las naciones, entre las iglesias... “¡Hay que dialogar!”, se exige. Y
mientras tanto, ¡cuántos mueren de soledad y silencio en los tiempos que corren!
Hay demasiadas parejas que se ahogan en la incomunicación, y demasiados hijos
que no escuchan nunca de sus padres una palabra de cariño, o de aliento. Ni
siquiera una palabra de corrección escuchan muchos. Y menos aún se sienten
escuchados. Y los pobres críos se ahogan en sus problemas, sin que sus padres
tengan un rato para escucharles o preguntarles cómo se encuentran, o decirles
que les ven tristes y preocupados y les gustaría que compartieran con ellos los
motivos de su tristeza o preocupación.... Para eso demasiados padres no tienen
tiempo. ¡Tienen que trabajar tanto para que a sus hijos no les falte nada!
¡Están tan cansados, cuando regresan a casa!
-
“Hijo, por favor, eso en otro momento. Ahora deja que me relaje y descanse un
poco,” -le dice el padre al hijo adolescente que intenta decirle algo.
Y
el padre se echa en el sofá para ver el
telediario.
-
“Pero ¡qué inoportuno eres, hijo! ¿No se te ocurre otro momento? Precisamente
ahora que comienza el único programa que me gusta ver... Anda, ponte a hacer los deberes, que ya me lo
contarás después....” -dice la
madre al pequeño que ha empezado a contarle algo que le ha ocurrido en el
colegio.
Y
el adolescente sigue ahogándose más y más en sus problemas, en sus decepciones,
en sus fracasos, en sus desconciertos, sin que le escuche ninguno de sus padres
y le diga una palabra de aliento, o de comprensión, o de orientación. O que, con
el simple hecho de escucharle, le digan que él es lo más importante para ellos,
que les interesan sus cosas más que nada. No. Sus padres tienen muchas cosas que
hacer, están muy cansados, tienen que ver la televisión para relajarse. Bien,
comprendo que necesiten descanso y lo demás.
Pero...
Y
el pequeño luego, en el silencio de su cuarto, pedirá a Dios ingenuamente,
amargamente, acusadoramente, lo que pedía aquel otro, según leí por ahí: “Señor,
te pido que me conviertas en un televisor. Así mis padres me mirarán y me
escucharán con interés: como mi madre mira y escucha a esa presentadora del
programa de la tarde, y mi padre, a ese señor del telediario. Por favor, Señor,
conviérteme en un televisor.”
O, un mal día, esos padres -por ejemplo, los de Julio
Alberto-, descubrirán que su hijo, para huir de su soledad, de su desconcierto
de adolescente, de la angustia de su complejo de inferioridad, de la amargura de
sentirse fracasado en el colegio..., se ha refugiado en las drogas. Y se
dolerán, llorosamente, de no haberse enterado antes, cuando aún hubieran podido
hacer algo para ayudarle. Triste,
¿verdad?... ¡Muy
triste!