RINCÓN
Así le llamábamos en el colegio: Rincón. Ni siquiera recuerdo su nombre. La peripecia de su vida era interesante; pero, sobre todo, dolorosa. Había llegado desde un colegio de huérfanos. No conocía a su madre. Hasta los 11 años creció sin familia. Sólo conocía al tío Horacio, un sacerdote que así se presentó un día ante él en el orfanato: soy el tío Horacio. Desde que ingresó en nuestro colegio, conocía también a la tía Luisa, que dijo era hermana del tío Horacio. Cuando llegaban las vacaciones se iba sólo unos días con su tía Luisa y volvía al colegio, donde terminaba de pasar las vacaciones. Era un alumno ejemplar: estudioso, educado, respetuoso, pacífico... Modelo, ya digo. ¿Hará falta decir que, todas estas circunstancias hacían que fuera muy apreciado por todos los educadores?
Pero Rincón fue creciendo. Tenía ya unos 14 años. Comenzó a cambiar. Ya no era el niño estudioso y respetuoso del que nadie tenía queja: se había vuelto bastante protestón, alborotaba a veces en clase, ya no estudiaba tanto. Y comenzaron las quejas de profesores y superiores.
Un día lo llamé a mi despacho. Le transmití las quejas recibidas: "Los profesores están descontentos de ti; se quejan; dicen que has cambiado, que estudias poco, que molestas en clase a los otros..., que no te portas bien."
Guardé silencio y esperé su respuesta. Rincón con la cabeza gacha guardaba silencio también. Al fin dijo con tristeza: "Es verdad... Pero ustedes sólo se dan cuenta de las veces que fallo, pero no de las veces que me domino... Yo tampoco estoy contento conmigo mismo… y no quiero portarme así".
No supe qué responder. Confieso que la respuesta de aquel adolescente me "descolocó." Después me habló de su angustia: que estaba muy nervioso; que estaba obsesionado por saber quién era su madre; que iba a escribir a un programa de la televisión para buscarla... Y entonces comprendí.
He recordado muchas veces la respuesta de Rincón: "Ustedes sólo se dan cuenta de las veces que fallo, no de las veces que me domino." Y he pensado en lo injusto de muchos de nuestros juicios sobre la conducta de los demás. ¡Qué fácil es condenar a uno, porque vemos que obra de una manera incorrecta! Pero ¿qué es lo que está pasando en su corazón para que obre así? ¿Qué problemas le agobian? ¿Cuántas veces se habrá dominado y se habrá comportado de una manera correcta? Son preguntas que debiéramos hacernos a la hora de juzgar al otro. También cuando se trata de los hijos, de los alumnos o del cónyuge. Si en vez de acusar fácilmente o soltar el regaño, nos acercáramos a ellos y, en diálogo sereno y compresivo, tratáramos de conocer los motivos de ese comportamiento extraño que nos desconcierta, tal vez nuestro juicio y enfado serían más benignos. A mí con Rincón es lo que me ocurrió.
Ladislao Boros escribe: "Las habladurías humanas nos obligan a disimular nuestra interioridad... Nuestra misericordia debería saber, sin embargo, que los acontecimientos íntimos de un corazón están tejidos de una forma tan misteriosa y acuñados con tal cantidad de experiencias, de motivaciones, de temores y de alegrías, que ni la misma persona sabe a veces lo que le pasa en realidad."
Boros dice que ni la misma persona sabe a veces lo que le pasa en realidad. Sin embargo, nosotros pretendemos conocer - y muy bien -los torcidos y aviesos motivos del corazón del otro. Si pensáramos algo más las cosas, ¿serían tan severos nuestros juicios sobre el prójimo? Con nosotros, como conocemos un poco más nuestro corazón y las circunstancias que acompañan nuestros comportamientos y los esfuerzos que hacemos por corregirnos, somos más benignos. Escribe J. L. Martín Descalzo que los hombres estamos siempre "con la escopeta de la crítica bien montada, dispuestos siempre a ver los defectos de los demás y jamás sus virtudes… En cambio, qué magnánimos somos a la hora de disculpar nuestros fallos. Qué rara vez no nos absolvemos en el tribunal de nuestro corazón, dejando las exigencias para los demás. Incluso en nuestros errores más evidentes encontramos siempre montañas de atenuantes, de eximentes, de disculpas justificatorias. ¡Qué buenos chicos aparecemos en el espejo de nuestras conciencias debidamente maquilladas! ¡Qué capacidad de autoengaño tenemos!"
Jesús dijo aquello de "no juzguéis y no seréis juzgados. Con el juicio con que juzguéis, se os juzgará a vosotros. Con la medida con que midáis seréis medidos" (Mt 7,1-2.) Un amigo me comentaba, recordando este texto evangélico: "Qué bobos y duros de mollera somos...; con lo fácil que tenemos el asegurarnos un juicio favorable de parte de Dios..."
Cierto -le dije-; pero para no juzgar duramente y no condenar tan fácilmente, necesitamos tener un corazón mucho más lleno de bondad, de amor y de comprensión... Vamos: cambiar este corazón de piedra por un corazón de carne, como dice el profeta. Y ahí es donde nos duele. Por eso, hay que pedirlo. Y mucho.
Artículos:
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Paso la palabra. Para meditar cada día
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