Valorar, gozar y agradecer lo que tenemos
La película no era de “óscar”, pero me gustó, pasé un rato entretenido. Eran dos familias, una de raza blanca, la otra de raza negra. Entre ellas se establece muy buena relación, por la amistad de los respetivos hijos menores. El niño blanco era aficionado al béisbol, y su amiguito le hablaba con entusiasmo de su hermano mayor, que -le contaba- fue bueno en ese deporte y le va a traer unos guantes de “catcher” cuando venga en navidad. Navidad era, pues, esperada con ilusión por los dos pequeños. Un día anuncian que a que tal hora llega el hermano ausente, y a esa hora le esperan los dos pequeños y las dos familias. Por fin, llega una preciosa camioneta, y de ella desciende un fuerte mocetón... en silla de ruedas. Y es que el niño nunca dijo a su amiguito que el antiguo “beisbolista” había perdido una pierna en un accidente. Hay un silencio de sorpresa en el niño blanco y su familia. El de la silla de ruedas lo advierte y, con gran serenidad, lo rompe diciendo con cierto humor:
-Bueno, pero ¿por qué os fijáis sólo en lo que me falta, y no en lo que tengo?
La pregunta de aquel joven me hizo pensar en muchas personas que andan por la vida con la queja siempre colgada de los labios: nada bueno les sucede nunca, no tienen nada de que alegrarse, nada que agradecer a Dios o a la vida. Sólo tienen motivos de queja y lamentos. Así, Dña. Mati. Era vecina, y me encontraba con ella con frecuencia.
-¿Cómo está hoy Dña. Mati? -preguntaba yo-.
Y ella, indefectiblemente, respondía:
-Mal, muy mal.
Así siempre. Dña. Mati nunca estuvo “bien”, ni siquiera “un poco mejor” o “regular”. Ella siempre, estuvo “mal, muy mal”.
Y de mi buena amiga Clara también me acuerdo. Era también persona de respuesta fija. Me encontraba con ella o la llamaba por teléfono y le preguntaba:
-¿Qué hay, cómo estás?
Y ella -como respondiendo a una ofensa- contestaba siempre:
-¿Y cómo quieres que esté?
Confieso que nunca logré explicarme por qué, tanto Dña. Mati como Clara, eran tan “desgraciadas” como se sentían. Porque tenían su familia, no pasaban apuros económicos, gozaban de salud normal, etc., pero... ¿A que habéis conocido a gente así? Son personas que no encuentran motivo alguno para saborear la vida, para alegrar su corazón, para estar contentas un momento. Bueno, ¿no los encuentran..., o no saben verlos y disfrutarlos?
Martín Descalzo habla de que hay muchos que se han convertido en algo peor que ciegos: son gentes que “sólo tienen capacidad para ver lo negro e ignoran toda la ancha gama de colores luminosos que les rodean.” Cuando al despacho me llega alguna persona de éstas, suelo preguntarles:
-¿Todo-todo-todo...y ¡siempre! te sale mal? ¿Todo-todo-todo lo que te ha sucedido ha sido malo. “¡Hombre!...” –contestan. Pero difícilmente logro que encuentren alguna cosa positiva de que alegrarse y gozar.
¿Qué ocurre? Que nos empeñamos, idiotamente, en vivir amargados, que sólo miramos -como aquellos de la película- “lo que nos falta” y no, lo mucho que la vida nos ha dado; que somos desagradecidos para con Dios, para con la vida y para con los demás. Como decía alguien, no damos importancia a tener dos brazos para trabajar y abrazar, pero nos sentimos muy “desgraciaditos”, porque hemos amanecido con un leve dolor en el dedo meñico de la mano izquierda. ¡Tenemos tántas cosas de que alegrarnos y que agradecer, pero sólo advertimos la minucia que nos molesta!
El filósofo Carlos Díaz escribe: “Alegrarse por haber recibido la gracia de vivir; alegrarse por vivir, por supuesto, pero también por haber vivido. La gratitud es esa alegría de la memoria... El agradecido alaba a quien le ha proporcionado los momentos de gozo; el desagradecido sólo sabe echar en cara, reprochar su dolor, lo que le convierte en un desgraciado”. Y son tántos los que andan por la vida amargados, resentidos, como echando en cara a la humanidad entera su dolor y su desgracia, real o imaginada...
No es que hayamos de negar lo que negativo que vemos o nos acontece; pero, como dice el antes citado Martín Descalzo, hemos de asumir la desgracias “sin desposarse con la amargura, aprender a mirar más allá del dolor, sabiendo siempre que, si es necesario que vivamos con los pies en el barro, nadie va a impedirnos nunca levantar los ojos hacia las estrellas.” Un amigo que está operado de cáncer y arrastra consigo varias otras limitaciones, cuando le preguntan cómo se encuentra, contesta siempre, alegre y contento, como si fuera el hombre más feliz del mundo:
- Muy bien... ¡Estoy vivo!
Y José Mª Cabodevilla escribe: “¿Hemos calculado alguna vez el valor de lo que poseemos? ¿Cuánto valen nuestros brazos o nuestros ojos? Existen bancos de órganos. ¿A qué precio venderíamos estos ojos? Quizá con lo que nos dieran podríamos vivir fastuosamente el resto de nuestra vida, sólo que ya no podríamos ver nada.... Porque ocurre que a veces, en algún momento determinado, agradecemos a Dios un bello espectáculo, la visión del valle de La Orotava desde el mirador de Humboldt; pero lo importante no es el espectáculo, sino tener ojos para verlo. Lo importante no es esa frase afectuosa que acabamos de escuchar, sino tener oídos para escucharla. Lo importante no es la fresca brisa que ahora nos llega, sino el aire que en todo momento respiramos.” Y de eso ni nos damos cuenta. De eso no mostramos contento. De eso no nos alegramos ni lo agradecemos. Esos no eran motivos, por ejemplo, para que Dña. Mati y mi amiga Clara se alegraran.
Recuerdo este texto que leí y cuyo autor o autora desconozco: “Hoy, sentada en el parque, vi una chica con cabello dorado y deseé ser tan rubia como ella. Cuando se levantó para irse, vi que usaba muletas: tenía una sola pierna. Y pensé: ¡Oh, Dios, perdóname cuando me quejo! Tengo dos piernas: el mundo es mío. Me detuve para comprar unos caramelos. El muchacho que los vendía era encantador. Conversé con él. Parecía muy contento. Al irme, dijo: "Gracias, has sido muy amable. Es estupendo conversar con gente como tú. ¿Sabes? Soy ciego". Y pensé: ¡Oh, Dios, perdóname cuando me quejo! Tengo dos ojos: el mundo es mío. Más tarde, caminando por la calle, vi un chico de ojos azules, que miraba cómo jugaban otros niños. Me detuve un momento y le dije: "Cariño, ¿por qué no juegas con ellos?“ Él siguió mirando, sin hacer ningún gesto ni decir palabra. Entonces me di cuenta de que no podía oír. Y pensé: ¡Oh, Dios, perdóname cuando me quejo! Tengo dos oídos: el mundo es mío. Con unas piernas que me llevan a donde quiero ir; con unos ojos para ver la luz del sol, con unos oídos para oír a los demás..., ¡oh, Dios, perdóname cuando me quejo! En verdad he sido bendecida por ti: el mundo es mío.”
Si fuésemos conscientes de todo lo bueno recibido, ¿andaríamos por la vida con tanta queja en los labios y tanta amargura en el corazón? ¿No iríamos más bien cantando siempre con Violeta Parra: “Gracias a la vida que me ha dado tanto...”?
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