Amar a los hijos no es transigir en todo y no negarles nada
El verano pasado leí una noticia que me impresionó dolorosamente y me hizo pensar. La noticia era ésta: la famosa novelista François Sagan había aparecido en un programa de la televisión francesa, en la que le hicieron una larga entrevista. Y la que a los 19 años ganó el Gran Premio de la Crítica con su novela Buenos días, tristeza; la que, desde entonces, fue cosechando éxito literario tras éxito literario; la que escandalizó a la sociedad francesa con sus incontables amoríos y con sus frecuentes juergas, en las que el alcohol y las drogas abundaban, cuentan que se derrumbó de repente ante las cámaras y que, a los 67 años, es una mujer enferma y arruinada, que vive de la caridad de sus amigos.
Luís Gonzáles Carvajal comenta la noticia: “Lo tuvo todo: familia rica, inteligencia privilegiada, educación esmerada en el Colegio del Sacré-Coer, dinero a espuertas... y, sin embrago, todo hace pensar que sus días van a terminar como terminaba su primera novela: “Algo siento en mí, algo que acojo por su nombre, cerrados los ojos: Buenos días, tristeza.”
De la noticia y el comentario he hablado a un joven con el que he conversado esta mañana. Su conclusión –triste conclusión- ha sido: “Casi mi historia…” Porque también él lo había tenido casi todo: una familia rica, educación en un buen colegio, había ganado dinero, a los 28 años fue premio “Mejor joven empresario” de la región… Y ahora allí estaba roto, prematuramente envejecido, sin ilusiones.
A los 23 años, montó su propio negocio; desde el comienzo le fue bien. Ganó mucho. Pensó que para qué lo quería si no para pasarlo bien. Y a gozar sin freno se dedicó: juergas, alcohol, sexo, y, desde hace un año, la droga. Eso ha sido su vida durante los últimos años. Y esa ha sido su ruina: la ruina económica, claro; pero sobre todo la ruina moral, humana: este hombre roto, “asqueado” de todo -como él mismo dice-, sin ilusión alguna, que he conocido esta mañana.
A esta situación no ha llegado este joven empresario por casualidad. Ni por casualidad ha recorrido el camino que le ha traído hasta esta situación. Me ha contado que en su infancia sólo aprendió a gozar de la vida, a hacer su santo capricho; a él nunca le exigieron una renuncia ni le animaron a hacerla. Sus padres –sobre todo su madre- eran tan “buenos”, que todo se lo concedían y permitían. Apenas si recuerda alguna situación en que le regañaran o le negaran algo. Su madre presumía, ante los amigos, de que quería tanto a su hijo, que no podía negarle nada. Ni siquiera aceptaba que lo hiciera el marido. Y claro, así se fue criando el muchacho.
Y es que muchos padres confunden amar a los hijos con concederles cuanto les apetece y con permitírselo todo. Por eso, a los hijos no les niegan nada, no les corrigen nada, no se les imponen en nada. Y los hijos terminan pensando que lo suyo es hacer su capricho en todo y gozar de todo cómo y cuando quieran. De este equivocado comportamiento de algunos padres los hijos sacan una conclusión lógica: la vida se nos ha dado exclusivamente para pasarlo bien, para hacer lo que a uno le apetezca, para el goce y el disfrute material, logrado sea como sea y a través de los medios que sea. El esfuerzo, el autodominio, la renuncia a los caprichos y a lo no correcto, el sacrificio, etc., no existen para ellos ni en su vocabulario. Y nada digamos de otros valores espirituales como la solidaridad, el amor, el respeto a los derechos de los demás, el bien común, la generosidad, el servicio, la religión... Todo eso –piensan- no son más que “rollos y mandangas” para infelices y apocados que no se atreven a “vivir.” Porque, si para los padres esos valores no tienen ninguna importancia o casi ninguna, para los hijos ¿cómo la van a tener? Y así crecen ellos. Y así son los caminos que siguen en la vida. Y así llegan a donde llegan muchos: viviendo “alegremente,” matan en ellos “la alegría de vivir.”
Recuerdo a Rof Carballo: “Lo que nuestra juventud padece es falta de alegría de vivir… Para mí el principal problema de la juventud consiste en que no tiene problemas.” Ya se encargan los padres de no los tengan. Y con ello creen que les hacen un gran favor. De este modo, a gran parte de la juventud de hoy se la está educando para el aburrimiento, el cansancio y la desgana. A muchos jóvenes se les da todo, no se les niega nada…, ¡y ellos se aburren! Nunca ni adultos ni jóvenes han podido gozar de tantas cosa materiales. Y, sin embargo, como diagnosticó Javier Gafo, “vivimos en un mundo, en una circunstancia histórica donde falta ilusión, sentido, alegría.” Lo que le faltaba a la Sagan y a nuestro joven empresario.
Hay padres que olvidan que amar a los hijos es sacar de cada uno lo mejor que existe en ellos. Y que –como hace el escultor para sacar del bloque de mármol la imagen que oculta- hay que dar muchos martillazos para desbrozar lo inútil. O lo que leo en Bernabé Tierno: “amar a los hijos no es concederles todos los caprichos y evitarles todas las molestias haciéndoles la vida agradable. Es mucho más que todo eso: es ayudarles a mejorar cada día… En los tiempos que corren observo que no pocos padres eluden la responsabilidad de corregir las conductas inadecuadas de sus hijos..., pero los padres responsables tienen muy claro que amar a un hijo es también decirle lo que no les gusta. Amar a los hijos, no es proporcionarles una 'felicidad' pasajera evitándoles los problemas y dificultades, sino educarles para ser autónomos, fuertes, seguros de sí mismos y con capacidad para dirigir sus propias vidas”. Y añado yo: para amar desinteresadamente, para trabajar por el bien común, para aprender a mirar alrededor y descubrir al otro.
Algo que olvidaron, quizás, los padres de la Sagan, y algo que, con certeza, olvidaron los del joven que esta mañana se me mostraba derrotado y fracasado. Y algo que otros muchos padres -demasiados desgraciadamente- también echan en olvido.
Jesús Aniorte
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