Un camino para una vida en paz y feliz
Cuando lo escuché me estremecí. Dijo aquel hombre: “¿Perdonar?... ¡Jamás!” Comprendía los motivos que tenía aquella persona para su resentimiento: le habían matado a un hermano. A pesar de todo, me estremecí. Y sentí gran pena por aquel hombre. ¡Qué terrible vivir agobiado por el resentimiento día tras día! Experimentar que el rencor te come y recome por dentro... ¡Un infierno!
Hoy los psicólogos hablan del perdón, como un camino que es necesario recorrer para una vida en paz y feliz. Y para el creyente, ahí está lo de Jesús: "Perdonad y seréis perdonados"... Y en el Padrenuestro, la oración por excelencia, oramos: "Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.”
Dicen algunos: “Yo perdono, pero no olvido...” Y yo pregunto qué es eso de perdonar sin olvidar. Si el perdón no reconstruye el amor, no es perdón. ¿Es que es posible amar teniendo siempre delante la ofensa? En el amor no puede haber recuerdos que opaquen el gozo del querer. Dios, que es Amor, cuando perdona, destruye la ofensa. Dios considera nuestras faltas “no como si no hubieran ocurrido, sino como inexistentes”, he leído por alguna parte. Y es que el amor es fuerte como el fuego, que puede con todo... ¿Perdonar sin olvidar? Cuando hablamos así es que no hemos entendido el perdón ni hemos perdonado.
Ya he dicho que los psicólogos hablan del perdón como un camino que es necesario recorrer si se quiere vivir en paz. Y es que el perdonar es, ante todo, un acto humano, no sólo religioso. Escribe José Mª Cabodevilla: “Es evidente que la capacidad de perdonar se revela como una manifestación de energía y de progreso interior, mientras que el deseo de venganza demuestra ser un residuo, un síntoma de debilidad. He aquí algo que resulta esencial en toda personalidad madura: saber perdonar y saber pedir perdón... El perdón -como acto y como actitud- es imprescindible para vivir dignamente, humanamente... Necesitamos perdonar y ser perdonados. ¿Qué sería la vida humana sin perdón?” Quede claro: no pedir perdón y no perdonar no es de fuertes -como piensan muchos-, sino de débiles, de inmaduros. Y de intolerantes e incomprensivos. Porque -como dice Martín Descalzo- perdonar no es sino la consecuencia lógica de comprender. El que trata de comprender al ofensor casi no necesita perdonar, porque realmente no llega a sentirse ofendido. Lo dijo Gregorio Marañón: “El que es generoso no suele tener necesidad de perdonar, porque está siempre dispuesto a comprenderlo todo y es inaccesible a la ofensa”. De ahí, aquello de Graham Greene: “si comprendiéramos el último porqué de las cosas tendríamos compasión hasta de las estrellas.”
La esclavitud del recuerdo de las ofensas, -y del resentimiento, y de la rabia- es un camino seguro para el sufrimiento y la infelicidad. Vamos, un camino en extremo eficaz para vivir amargados. Quizás el más eficaz. Porque “mientras no perdono, la ofensa sigue ahí, no cesa, y yo continúo siendo su víctima. Acaba creándose en mí una atroz dependencia: en la medida en que mantengo hacia mi ofensor sentimientos de rencor y venganza, vivo para él, para odiarlo, se ha hecho dueño de mí”, escribe el antes citado Cabodevilla. Por el contrario, "...el perdón contiene la promesa de que encontraremos la paz que todos deseamos... Nos vuelve a despertar a la verdad de nuestra bondad y el hecho de que somos dignos de amor. Contiene la promesa cierta de que seremos capaces de descargarnos cada vez más de la confusión emocional y de seguir adelante sintiéndonos mejor con nosotros mimos y con la vida.... El perdón es el mejor medio para reparar lo que estaba roto. Coge nuestro corazón roto y lo repara. Coge nuestro corazón atrapado y lo libera...", dice Robin Casarjian.
Tenemos, pues esto: el perdón es liberador tanto para el que perdona como para el que es perdonado. Cancela el pasado y abre un futuro nuevo. Bien lo entendió Irene Villa, aquella adolescente –hoy ya mujer- que perdió sus dos piernas en un atentado de ETA. En su libro autobiográfico “Saber que se puede” escribe sensatamente:´ “no hay tiempo para el odio porque no hay paz sin perdón. Perdono para vivir”. Hay quienes –desgraciadamente- no entienden así las cosas y, en vez de dedicarse a vivir, parece que han hecho del recordar las ofensas y lamerse las heridas recibidas su oficio preferido. Y así andan por la vida: destilando amargura y rencor. O lo que es lo mismo: siendo unos infelices que viven en guerra con medio mundo.
Recuerdo a aquella joven de 20 años. Desde la adolescencia, su vida había sido odio y resentimiento. Su padre había muerto hacía dos años ya, y ella seguía odiándole. Tenía 13 años, cuando su padre le pegó un bofetón injusto -por algo que no había hecho- y no le dio oportunidad de explicarse. Desde entonces el rencor se metió en su corazón. Y ahí continuaba. “Necesito librarme de esta condena”, me dijo finalizando la cuarta entrevistas. “Lo necesito“, insistió con firmeza.
Cuando a los quince días volvió, dejándose caer en el sillón dijo: “¡Por fin!”... Y respiraba hondo mientras abría los brazos como para que los pulmones se ensancharan un poco más. Me contó: Fui a la tumba de mi padre y le dije lo que he querido decirle siempre y nunca le dije: le he dicho que cuando me hizo aquello no sé qué pasó por su cabeza; que tal vez fue un momento de descontrol que lamentó siempre; que durante años le he visto sufrir, como sufría yo; que a veces creía ver en él deseos de pedirme perdón y que yo he tenido siempre ganas de decirle que necesitaba quererle y que él me quisiera; pero no me atreví; que estaba allí para decirle que le perdonaba aquel bofetón y que quería que él me perdonara mi odio y mi rencor... Después he llorado un largo rato, sentada frente a su tumba, y me he sentido liberada de una losa enorme. He experimentado que mi corazón se reblandecía y volvía a ser capaz de confiar de nuevo en las personas y de quererlas, como cuando era niña… Gracias por tu ayuda. Ahora ya tengo paz. Creo que no necesitaré volver.
Hablamos poco más. Y efectivamente, aquélla fue nuestra última entrevista.
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