Catalina, la del corazón que supo amar
Leo a Sta. Teresa de Lisieux. Se preguntaba ella por qué Dios no da a todos la
gracia sublime que dio a los grandes santos. Y la respuesta la encuentra en la
belleza variada de la naturaleza: halla en ella la esplendorosa belleza de la rosa y
del lirio, pero también el perfume de la humilde violeta y el encanto de la sencilla
margarita. Pues así, piensa, ocurre en los santos: los hay con santidad que
deslumbra; y los hay con santidad sencilla que también agrada a Dios. Y concluye:
"La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que él quiere que seamos."
Esta observación de Teresa de Lisieux, me ha llevado a recordar a Catalina. Era
una anciana, pequeña, vivaracha. No tenía pereza para moverse de una parte a
otra del pueblo. Era analfabeta de letras humanas; pero muy "leída", en las del
amor y del servicio, que es la ciencia principal, según aquello de Tolstoi: "De
todas las ciencias que el hombre puede y debe saber, la principal es la ciencia de
vivir haciendo el mínimo posible de mal y el máximo de bien."
Haciendo el mínimo posible de mal y el máximo de bien... Probablemente Catalina
nunca se lo planteó en estos términos explícitos. Pero lo vivió.
Y aquí me viene a la mente lo que escribió Einstein, el gran sabio: "La vida es muy
peligrosa. No por los que hacen mal, sino por los que se sientan a ver lo que pasa."
Pienso que Catalina no se sentó a ver lo que pasa; ella se movía - y mucho- para
hacer por los demás lo que estaba en sus manos. No eran grandes cosas. "Es sólo
una gota de agua...", me decía concretamente de su aportación a Cáritas,
recordando las siguientes palabras de la Madre Teresa de Calcuta, que yo había
leído en una reunión: “A veces sentimos que lo que hacemos es sólo una gota de
agua en el mar, pero el mar sería menos si le faltara esa gota."
Formaba parte Catalina de la Junta de Cáritas parroquial. Ella quería colaborar no
sólo con su trabajo, sino también con su aportación económica. Como su pensión
de viuda era mínima, le dije que de ninguna manera. Pero Catalina no lo dudó: se
puso a fregar escaleras, y lo que ganaba con ese trabajo lo entregaba a Cáritas.
Otra virtud sencilla de Catalina era su presteza para acudir a acompañar a las
familias que perdían algún ser querido. De las primeras en llegar era siempre
Catalina. Ella era la que dirigía el rezo del rosario durante el velatorio y en los
"rezos" - como les llamaba la gente -, que se tenían en la casa del difunto los días
posteriores al funeral. Rezaba las letanías en latín -un latín aprendido "de oído"-,
con los disparates consiguientes. Pero era tal el amor que ponía Catalina en
aquellas palabras que no entendía, que seguro que La Virgen sonreía, complacida,
escuchando los disparates latinos de Catalina y viendo el amor que llenaba su
corazón.
Algo que también admiré en Catalina fue que jamás le escuché hablar mal de
nadie. En una reunión, alguien, al hablar de una persona en concreto, se dirigió a
Catalina:
- ¿Verdad que fulanito es un poco raro?
Y Catalina respondió riéndose:
-¡Ay, como soy tan tonta, ni me he fijado!
Y es que el corazón que está lleno de bondad, está incapacitado para ver los
defectos de los otros...
Su funeral fue de los más concurridos que yo vi en el pueblo. Como si todos
quisieran, con su último adiós, agradecerle el consuelo que ella procuró llevar a sus
corazones, a la muerte de algún familiar.
San Juan de la Cruz dice que "al final seremos examinados del amor". Pues, bien,
Catalina no hizo grandes cosas; fue sencillamente "lo que Dios quiso que fuera",
como decía Teresa de Lisieux: una mujer sencilla del pueblo, con un corazón que
supo amar. Por eso, tengo la certeza de que, en el examen final sobre el amor,
recibió sobresaliente. De modo que...
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