La parábola de las rosas
Porque le vi triste, le sonreí. El hombre caminaba con paso cansino, como sin ánimo de llegar a ninguna parte. Noté que la compasión se me metía en el alma. Aquel hombre sufría. Cuando dos horas más tarde tornaba a casa, le hallé en un banco de la Plazoleta. Estaba sentado y se levantó. Adiviné que quería hablarme. Me detuve. Dijo:
-¿Me atendería un momento?
Acepté gustoso. Me contó su historia. Llevaba catorce años de matrimonio. No era feliz; lo había sido. Tenía un pequeño negocio.
- Va bien, pero echo demasiadas horas -dijo-.
No era el trabajo, sin embargo, la causa de su tristeza.
- Es ella -afirmó-. No es la misma. Ha cambiado. Antes, cada noche, al llegar, me encontraba con su alborozo y su cariño. Ahora, un simple `¿Ya has terminado?´… Después, un silencio que me aplasta.
Me habló del gozo de la convivencia de los primeros años, del cariño que les unía, a pesar de las dificultades económicas porque el negocio no terminaba de despegar; de las interminables conversaciones, en las que todo lo comentaban y todo lo compartían; de los obsequios no esperados con que, a veces, mutuamente se sorprendían; de las risas y el parloteo alborozado de su mujer… No tenían hijos, pero se bastaban ellos para ser felices.
- Ahora –concluyó- el negocio nos va bien y no nos falta de nada; pero…
El hombre ahogó un sollozo; noté su esfuerzo por ahogarlo. Fue entonces cuando se me ocurrió aquella parábola, que leí hace años ni sé dónde, ni recuerdo de quién. Se la conté: Hubo un marido que fue feliz hasta que advirtió un día que ya no era dueño del cariño de su esposa. Confió su infelicidad a un amigo:
- Mi esposa no me quiere como antes, y esto cubre mi rostro de vergüenza.
- ¡Va! –le respondió-, la culpa de tu mujer no puede recaer sobre ti.
Al marido no satisfizo la respuesta. Consultó a otro amigo, que le aconsejó:
- Puesto que te has dado cuenta a tiempo, evita el deshonor: abandónala.
Tampoco este consejo le libró de su angustia. La confió a un tercer amigo, que, al oírle, calló.
- ¿No dices nada? -preguntó-.
- Pienso que el hombre que tu mujer adoraba, cuando erais novios, es el que ella ama y amará siempre. No ha cambiado ella; su alma estará de novia mientras viva. Has cambiado tú, que has estrujado con manos groseras la bella flor de su ilusión. Con motivo te afliges: esto es una vergüenza para ti.
El marido abrazó al amigo y le dijo emocionado:
- Gracias.
Y aquel día, al llegar a casa, gritó desde la puerta:
- ¡Novia mía! ¡Esposa mía! ¡Mira las lindas rosas que te traigo! He venido corriendo para besarte más pronto.
Cuando acabé el relato, el rostro del hombre se había iluminado. Hablamos poco más, y se despidió:
-Gracias.
Apretó mi mano y se marchó.
Hoy reflexiono sobre aquel encuentro: ¡cuántos amores matan y cuántos matrimonios deshacen la rutina de la convivencia, el olvido de los pequeños detalles, el trabajo absorbente, los silencios sin sentido, la no manifestación del cariño! Cito a L. Boros: "Se ven hoy seres que a lo largo de años se han amado de modo íntimo,
con fervor existencial y que hoy no tienen interés el uno por el otro, carecen de la fuerza precisa para tratar de encontrarse de nuevo, va uno al lado del otro, evitan el diálogo y hasta la discusión, se dan uno al otro todo excepto a sí mismo… y, en una palabra, hacen de su relación amorosa un mero servicio”. Y es que el amor o se cultiva…, o se marchita. Y hasta se muere. Se dice también que el amor es como el fuego; si no se le echa leña, se apaga. El día de la boda, los esposos se prometen amarse siempre. Y la única manera de amar siempre es amar todos los días, es estrenar el amor cada día. De Julián Marías recuerdo esto: “El amor no tiene historia ni argumento y se inventa cada día; de otra manera se estanca y se corrompe.” Y Martín Descalzo escribe que “sólo los ingenuos creen que el amor es de cemento y que basta con tenerlo para que dure eternamente. Es, por el contrario, frágil como un jarrón de China. Y necesita mimos y cuidados. Y la menor grieta tiende dolorosamente a crecer. Vivirlo confiadamente para después llorar sobre su tumba es la mejor manera de destrozar una vida”.
El secreto de muchas vidas de matrimonio estable, sosegado, gozoso y feliz no es otro que un amor inventado cada día, alimentado con pequeños detalles, con mimos y cuidados. Recuerdo el consejo de aquel orientador familiar: “ que no pase día en que no tengas para el otro una sorpresa cariñosa, una delicadeza, una novedad, que ayude a mantener viva la llama de vuestro amor; que no pase día en que no digas a tu cónyuge algo cariñoso; siempre hay en el otro algo positivo que alabar”. Buen consejo. Como para no olvidarlo.
Desengañémonos: el tesoro de la felicidad conyugal no se encuentra, si cada uno de los cónyuges no sale, cada día, a buscar al otro, como salía cuando eran novios. Redescubrir al otro cada mañana; reavivar constantemente las brasas del amor: ése es el secreto del amor duradero que hace felices. Hay parejas que comenten el error de pretender vivir de las rentas del noviazgo o de los primeros años de matrimonio. Y un día se encuentran con que el matrimonio, que con tanta ilusión iniciaron, se les ha desmoronado. Y, cuando esto ocurre, se preguntan qué ha pasado. El marido tal vez se pregunte, desconcertado, cómo ha podido cambiar tanto su mujer. Y la esposa, a su vez, quizás se pregunte -también desconcertada- qué es lo que ha hecho cambiar tanto a su marido. Y familiares y amigos seguramente comentarán: “Parece mentira… ¡Con lo que se querían!…” Sí, se querían. Pero no lo cuidaron, y se les murió el amor.
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