Ahora hablaré de mí
Nota: Este artículo lo escribí a finales del año 2000, después de superar un cáncer de colon. Lo dedico a todos aquellos que luchan por superar un trance semejante.
El título se lo tomo prestado a Antonio Gala, el exquisito dramaturgo, poeta y novelista español. Con un inmenso pudor, pero con una inmensísima gratitud para con el Señor y para su gloria, hoy hablaré de mí.
Quiero partir de esto que leo en una carta de santa Margarita María de Alacoque en el día de su fiesta:
"Este Corazón divino es un abismo de todos los bienes, en el que todos los pobres necesitan sumergir sus indigencias: es un abismo de gozo, en el que hay que sumergir todas nuestras tristezas, es un abismo de humildad contra nuestra ineptitud, es un abismo de misericordia para los desdichados y es un abismo de amor, en el que debe ser sumergida toda nuestra indigencia."
"...un abismo de misericordia... un abismo de amor..." Y qué abismo, lector. Yo doy fe de su hondura desmesurada. Yo lo proclamo. Lo he palpado, lo he experimentado, lo he "sentido"...
Las cosas han sucedido así: hace cosa de un año, en una exploración médica casi rutinaria me detectaron un cáncer. En un primer momento me dijeron que se trataba de un pólipo que había que extirpar. Yo quise saber toda la verdad y pregunté:
- ¿Y cuál es su naturaleza?
El médico me miró y dijo:
- Es maligno.
¿Fue un mazazo para mí la noticia? Ni lo sé ahora. Desconcertado, algo aturdido, sí me dejó. Era algo que jamás sospeché. Ni yo ni nadie. Yo estaba perfectamente. Fuera de mis viejos achaques de artrosis, no había notado ninguna molestia nueva que me hiciera sospechar diagnóstico tan grave.
El médico rellenó una serie de impresos con peticiones de pruebas. Yo fui de servicio en servicio entregándolos y anotando las fechas de las citas, mientras barrenaba mi mente la respuesta del médico: "es maligno."
Regresé a casa. En casa disponemos de una "breve" capilla: 3,70 por 2,30 metros cuadrados. Intima, recogida. Decorada con mucho gusto por el Hno. Miguel, uno de los miembros de nuestra fraternidad. Como tengo dificultad para arrodillarme, me senté frente al sagrario y al Cristo de san Damián que preside. Miraba desconcertado. Estuve un buen rato en silencio, mirando sólo. Por fin, oré: "Señor, ten misericordia de mí. Conoces mi vida: ¡qué vacía, Señor, qué vacía!..." Y seguí en silencio, mirando. Luego añadí: "Sólo te pido que no permitas que me hunda".
¿Me hice la tópica pregunta: "por qué"? Confieso que nunca pasó por mi mente. El Señor me hizo ver claro, desde el primer momento, que era algo que, aunque no lo esperara ni pensara que iba a ocurrir, podía ocurrir. Como podía ocurrirme un accidente de carretera en cualquier viaje. Como a tantos otros. ¿Por qué, pues, sorprenderme, y menos rebelarme? Era una posibilidad, y había ocurrido: se había presentado el cáncer. Así de sencillo. Incluso podía haber ocurrido antes. Por eso, lo que sí hice fue dar gracias al Señor, porque me había permitido vivir 64 años, para gozar de tantas cosas buenas de la vida y del amor y amistad de tantas personas. Recuerdo que en el oficio que los religiosos y sacerdotes rezamos cada día, recé aquél día -en las Laudes- este texto de Isaías: "Como un tejedor, devanaba yo mi vida, y me cortan la trama." Y pensé: ¡qué gran verdad! ¡Y qué despistados andamos, como si eso de la muerte no fuera con nosotros!
Salí de la capilla y me fui al teléfono: Llamé a mis Superiores para darles la noticia: "Me acaban de diagnosticar un cáncer. Dígalo a los hermanos. Rogad por mí." Después fui llamando a mis familiares, a mis amigos, a todas las personas que quiero y sé que me quieren. Les di la noticia con una gran serenidad y les pedí que rogaran por mí.
Luego vino la larga secuencia: pruebas, radioterapia, operación, quimioterapia. Unos 9 meses. Y te aseguro, lector, que el Señor fue tan fuerte y tan bueno conmigo que, en todo ese largo proceso, me sostuvo, y no permitió que me "hundiera" ni siquiera un breve momento: todo lo he vivido con una gran paz, hablando de lo que me pasaba serenamente y sin agobio alguno. ¿Pensaba que las cosas iban a ir bien, que no iba a pasar nada, como me consolaban todos? Creo que no me lo planteé nunca en esos términos. En mí había sencillamente una certeza: El Señor es bueno, clemente y misericordioso. El me ama también aquí, en este trance de la enfermedad. Y confieso que en ninguna otra situación me he sentido tan amado y querido por el Señor. Cuando hablo de esto con mis amigos más íntimos, les digo que la enfermedad del cáncer ha sido el encuentro más fuerte que he tenido con el Dios Padre bueno que me ama.
Dos de los momentos más gozosos en este proceso fueron: la unción de enfermos que recibí poco antes de bajar al quirófano y el traslado desde la habitación al mismo, durante el que oraba: "El Señor es mi Pastor, nada me falta... Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo..." Lo había rezado centenares de veces antes. Pero ¡qué sabor tan nuevo el que tenían esas palabras ahora!...
Hace casi un año que ocurrió. Estoy bien. Muy bien. Yo bromeo con mis amigos, pero convencido de que es una gran verdad: "De momento el Señor me ha concedido prórroga". No diré que no deseo que sea larga. Pero, créeme, lector, si te digo que no me agobia eso. En estos momentos sólo me preocupa y entristece una cosa: que en mi corazón experimento que sigue anidando la misma ingratitud para con el Señor, y que me experimento igual de pecador e ingrato. Pero también te aseguro que sé -como no lo he sabido nunca- que el Señor es "un abismo de misericordia para los desdichados y es un abismo de amor, en el que debe ser sumergida toda nuestra indigencia." Y que cuando pienso o hablo de este abismo, no puedo evitar la emoción, hasta las lágrimas a veces.
¡Gloria al Señor!
Jesús Aniorte
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