El ciudadano no tiene quien le escriba
No hace tanto tiempo que una persona que supiera firmar –aunque le salieran los palotes chuecos, como decía Cantinflas- y conociera las cuatro reglas, era considerada dentro del privilegiado grupo de ilustrados. Hoy estas habilidades manuales e intelectuales, por el empuje de la informática, están perdiendo una batalla mundial en condiciones muy desventajosas.
¿Quién escribe hoy una carta? ¿Desde donde y a quién va dirigida? Por el contrario, sin pluma, sin tachaduras ni borrones, sin letra petarda, sin papel, sin sobre, sin sello, sin buzones, sin cartero, sin correos, sin demora, el móvil y el correo electrónico están arrasando y a punto de fagocitarse el arte de la caligrafía para poner un triste punto y final a una de las más bellas páginas de la historia de la comunicación entre los humanos. Mientras, por otro lado, las máquinas calculadoras vinieron a ahorrar a los mortales uno de los grandes calvarios de la instrucción.
Ahora sólo nos llegan cartas con saldos de bancos y cajas, facturas con sablazos de las compañías de móviles, rollos de empresas que sortean viajes y estancias (“usted es uno de los pocos privilegiados”) para colocarle al personal un apartamento donde sea tras unos días de auténtico lavado de cerebro, sin tiempo ni para secarse la cabeza.
Ya no nos llegan cartas ni se rompe una carta en mil pedazos, como mandaban los cánones de la mejor literatura decimonónica, ni se pregunta “¿Tenéis un sello para echar esta carta?”. Ahora te llega una carta y te entra un mosqueo… Todas las fórmulas y sistemas que regían la correspondencia tradicional han desaparecido. ¿A quien se le ocurriría hoy poner en un SMS aquello de “mi querida Pepita” o salutaciones parecidas, o despedirse “quedo a la espera de tus noticias”? Además está la propia escritura, que ya ha adquirido apariencias crípticas y fomenta esa seudo escritura que con el tiempo seguro que admitirán en los exámenes y hasta en los impresos oficiales, puesto que hay que ganar tiempo, y el caso es ganar.
Pero todavía hay en este planeta quien sigue fiel a las cartas, aunque sean escritas por mano ajena. Me estoy refiriendo a una gran masa de ciudadanos iletrados que, como sucede en la plaza de Santo Domingo, de México, D.F., acuden a los amanuenses que bajo los arcos renacentistas, al aire libre y por unos pocos pesos, recogen el contenido al dictado y le ponen hasta el sello para que el cliente sólo tenga que depositarla en el buzón más próximo, tras un par de lecturas para cerciorarse de cuanto le ha contado al escribiente.
Magnífico ambiente de esta bella plaza mejicana en cuyos alrededores se pueden encontrar unas ochocientas pequeñas imprentas (más de la mitad, ilegales) y donde, como en muchos lugares de la América hispana, esta actividad de la escritura epistolar por encargo da color y sabor, a la que en numerosas ocasiones he asistido, siempre con el consentimiento de los protagonistas y mi absoluta admiración por el fondo y la forma de lo que tenía lugar en aquellas escuálidas y desvencijadas oficinas de mesa y dos sillas.
Junto a la paulatina desaparición de la correspondencia, la filatelia –su inmediata damnificada- va, en buena lógica, por idéntico camino. El primer sello postal fue puesto en circulación en Inglaterra el 6 de mayo de 1840, el famoso penny black con la efigie de la reina Victoria, tras un concurso en el que participaron más de 200 diseños. De este penique negro se emitieron 68 millones de ejemplares, y no es el sello más raro ni el más caro en la actualidad en el mercado filatélico. Paralelo a la escasísima circulación de cartas, factores como el franqueo concertado (para ahorrarse el pegado de los sellos), la exhaustiva utilización de la serie general básica (o sea, los sellos con la efigie de Juan Carlos), con la consiguiente menor utilización de los sellos de las series conmemorativas (lo que llamaríamos sellos temáticos) y el invento de las estampillas onduladas con franqueo mecanizado de Correos, están interviniendo en la recaída general del coleccionismo de sellos.
Así que podemos afirmar que el ciudadano no tiene quien le escriba, como le sucedía al coronel de la novela de Gabriel García Márquez, quien todos los viernes, vestido con su único traje y sombrero, acudía al muelle a esperar la lancha postal, yendo detrás del cartero hasta la oficina de correos, a la espera de que le entregaran la carta que le anunciara la llegada de su pensión militar, que le prometió el gobierno quince años atrás -el último sueño de su vida- y que, como todo el pueblo sabía, no llegaría a recibir jamás.
Ginés Rosa
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