Evocación del verano
Cuando escribo estas líneas el día de la Virgen reparte por nuestra variopinta España el mayor mosaico de fiestas populares que pintarse pudiera. El verano ha llegado a su cenit, tal es así que hasta los albañiles, con todos los ladrillos que hay por poner, al menos en nuestra Región, se toman sus dos semanas de vacaciones y, como dicen en mi pueblo: ”¡Ahí te quedas, cuerpo triste!”.
Estos veranos ya no son lo que eran. Antes la ciudadanía se bajaba al Puerto (aquí en Totana no se acostumbra a decir “vamos a la playa” y sí lo de ”voy al Puerto a darme un capuzón”) con todos los bártulos por delante, colchón y jarapa en primera línea, en un carro en los tiempos heróicos o en un camión cuando empezamos a mecanizarnos, que, como en la exportación, aprovechaban varios titulares y hacían lo que hoy se llama grupaje. Ahora, como todo el mundo tiene su duplex, sólo hay que poner el coche cuesta abajo y por la autovía te pones en el Puerto en un suspiro, aunque antaño, como el camino se hacía tan largo, daba tiempo a recrearse en la aproximación al mar, en percibir poco a poco el olor a salitre y a que se te fuera pegando la camisa al cuerpo y esas cosas tan de entonces que ya se han perdido por culpa de la velocidad, el aire acondicionado y tantas cosas que nos han traído los nuevos tiempos y el progreso.
¡Qué veranos aquellos en los que una familia tenía un toldo de madera en la playa, con su chapa del Ayuntamiento, y le daba derecho al uso y disfrute de la sombra a su alrededor. Por entonces, eso del dominio marítimo-terrestre no se conocía y el que pagaba tenía su toldo y su sombra. Y los demás, a canearse. Sin embargo, ¿quién no se ha comprado hoy una sombrilla a rayas en una gran superficie?
Lo que sí resultaba gratis era lavarse la cabeza con greda en la orilla de la playa, que quedaba muy turístico (y algo ordinario). Según decían, el pelo quedaba de tal lisura que ni esos que salen en la tele dándose la vuelta completa con la tía del anuncio. Hoy este lavado posiblemente sería tachado de atentado ecológico y sería noticia en los periódicos por vertidos al mar.
Todavía nos queda en el ambiente el clásico chasquido de las fichas de dominó en el mármol de los cafés, en esas partidas en las soporíferas sobremesas, que son horas en las que el mar agradece que lo miren con atención y con el pensamiento en posición “reflexión”. Pero los veraneantes, a esas horas, roncan y bufan que es un gusto.
Antes, como se bailaba tan poco y lo tan poco estaba tan controlado, la víspera del día de la Virgen se organizaba el esperado “baile de la lonja”, el remate de las fiestas del Puerto, con reina y toda la pesca, nunca mejor dicho, poco menos que una puesta de largo pero oliendo a pescado toda la noche. ¡Aquel sí que era un baile a lo natural, con unos músicos que daban unos trompetazos que te erizabas de realismo y de ritmo tropical mirando al mar. Eran tiempos del rock and roll (“¡No seas cruel con mi corazón!”) el bolero (Antonio Machín, Jorge Sepúlveda), el mambo (Pérez Prado), los éxitos del festival de Benidorm, como el famoso “Telegrama”, aunque el personal se empeñaba en decir “Telégrama”, algo parecido al intervalo y su versión moscocojonera, radiofónica y popular “intérvalo” (“Antes de que tus labios me confirmaran que me querías, ¡¡¡ya lo sabía, ya lo sabía!!!”) y el fox con su variante fox-trot, los padres de todo el baile moderno.
Entonces uno estaba en la playa y nadie te daba el follón, no como ahora que te venden la lotería de navidad, el cupón, una alfombra para el salón o un ventilador industrial, paisa, o “¿le digo la buenaventura, señorita?”; te ofrecen frutas para darle a aquello un aire tropical, sandía especialmente, para que te pongas los morros a tono; flores (para ponértelas ¿dónde?); anuncios de restaurantes chinos y menús del día con paella (¡Dios nos libre!) a 10€, bebidas aparte (lo que no va en lágrimas va en suspiros), viseras, en fin, un muestrario de economía sumergida en su espacio natural donde a los agentes comerciales sólo les falta llevar escafandra.
Hay playas donde resulta prácticamente imposible bañarte, como el caso de Benidorm, donde es recomendable instalarse en la playa con todos los artilugios y la familia al completo a las nueve de la mañana (¡sea puntual!), si quieres sentar tus posaderas. Las delicias del veraneo se completan con las colas en bares, restaurantes y heladerías, los precios inmisericordes (“¡nos han clujío!”), el servicio de escuela de hostelería suiza, el nivel de decibelios, el olor a carne chamuscada, aceites, bronceadores y demás potingues que recomiendan las revistas de papel cuché, el ambiente de frituras al ajillo, la brisa que no corre, los churretes de sudor, en fin, sol y avispas y cuanto forma parte inseparable de estos veranos playeros de ahora, tan distintos de aquellos cuyo encanto evocamos pese a sus carencias, cuando ignorábamos eso de la globalización, pagar la hipoteca y el índice Dow Jones.
Ginés Rosa
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