Adiós a nuestras señas de identidad
Estamos viendo, la mayor parte de las veces de forma imperceptible, cómo algunos trazos clásicos del cuerpo y del alma de Totana se diluyen en el polvo de los años, o son aniquilados bien por los profundos cambios que traen los nuevos tiempos, bien por las alteraciones que imponen los nuevos hábitos y costumbres. A esto hay que unir el cúmulo de desatinos que nos va dejando la tradicional vulgaridad de la política urbanística municipal que, tan falta de ideas como de respeto a las viejas piedras y antiguas formas, se empeña en depositar la gran responsabilidad ordenadora, creadora y restauradora en equipos donde, salvo honrosas excepciones, lo más destacable es la mediocridad y la incapacidad para dar respuesta a las necesidades y exigencias estéticas de una población. Con este introito, en cierto modo continuamos con el argumento de nuestro artículo de la semana anterior.
En Totana basta con echar un vistazo a su centro histórico, donde las cosas difícilmente se pueden hacer peor y con tan escasa visión de pasado, presente y futuro, todos los tiempos a la vez. De tener una gran plaza con dimensiones y perspectivas ajustadas se ha pasado a una doble plaza sorprendentemente incomunicada, donde esa perspectiva ha desaparecido a cambio de unas soluciones urbanísticas simplonas y anodinas que los totaneros no se merecen después de haber aguantado durante dos siglos y medio las inclemencias, los olores y la insalubridad de una Balsa Vieja que vio cómo desaparecía su vecina plaza de Abastos, que se podía haber conservado dándole algún uso social pero, claro, había que ponerse a pensar y, encima, sacar la viruta necesaria. Demasiado, así que lo mejor era derribarla. Y se la cargaron, claro.
En cuanto a la plaza de la Constitución, tución, pues otra. Y si no hubiese bastante con el desangelamiento general (que sólo la animan bodas, entierros y el equipo de gobierno y los funcionarios fieles cuando salen a leer un manifiesto), se pone una pancarta con la copla popular del agua para todos, como si de unos calzoncillos puestos a secar en un tendedero se tratase y. ahí siguen año tras año, de perenne campaña electoral en un servicio 24 horas, importándoles a nuestras autoridades un comino lo que afea la casa de todos.
En nuestras señas de identidad perdidas, lamentamos el adiós a la naranja mandarina, en concreto, y a la naranja, en general, pese a que todavía se siguen vislumbrando, y digo vislumbrando porque las ignominiosas tiras verdes no sólo tapan nuestros huertos, sino, de paso, también el paisaje de fondo, que es de todos (otra que te pego). Cítricos que han pasado de ser uno de nuestros símbolos y base de nuestra antigua economía a una presencia agónica. De pueblo naranjero y alfarero hemos pasado a pueblo ladrillero, donde al personal se la trae floja que se vayan a construir las ni se sabe decenas de miles de casas, sin demanda por parte de los totaneros, en lo que será nuestra Gran Guirilandia, como si llenan Sierra Espuña de chalés, enlosan las Cabezuelas, o llenan los huertos de villas de estilo victoriano, catalán o madrileño, o el Paretón-Raiguero de cafeterías y burguerkines para tomar té y hamburguesas los ingleses, sin pararse a pensar lo que semejante metamorfosis puede significar para Totana si no hay control, equilibrio y moderación.
Pero no temamos, ya que el nuevo .gobierno municipal estrena una concejalía de Desarrollo Sostenible (¡¡¡!!!), posiblemente siguiendo instrucciones desde arriba, para que no se diga, después de todo lo que se dice, y estemos tranquilos, que una vez que nos hayan construido lo que nos han anunciado, a continuación todo va a ser sostenible. ¡Sí, señor! Eso, hablando en plata, se llama sarcasmo y otras cosas que no digo aquí por falta de espacio. Pero sigamos, que los ladrillos no nos dejan ver las urbanizaciones.
¡Qué tiempos aquellos en los que los totaneros cantaban habaneras a dos voces, el personal paseaba por el centro de la calle desde la Glorieta hasta el Puente; tomaba agua limón en las aceras de los bares, se desayunaba con higos de pala recién cogidos, se repartían los manojos de alfalfa desde un carro, se iba de chateo por tantos bares y tabernas, iban las mozas de servicio doméstico con delantal blanco a hacer el mercao, los poyos de la torre eran como la residencia de la tercera edad, hasta que levantaron la maravilla de sede en el centro del pueblo… Eran algunos de nuestras señas de identidad que ahora han dado paso a una nueva fisonomía que va alterando continuamente nuestra epidermis. Está muy bien eso de evolucionar y cambiar, pero sin pasarse.
Ginés Rosa
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