El Paseo de la Vida
(Pedro Hernández Cañizares)
La muerte física de un ser querido deja muchas veces en nuestras vidas un panorama demoledor. La muerte imposibilita el encuentro, hace desaparecer cualquier posibilidad de una respuesta afectiva, te abandona a la intemperie de tu propio destino e impregna tu existencia de ese sabor agridulce de haber poseído algo que has perdido definitivamente. ¡Si le pudiera dar aquellos besos! ¡Si estuviera aquí para decirle estas cosas! ¡Si me acompañara en estos momentos! Pero son besos que nunca podrás darle, cosas que nunca podrás decirle y compañía ausente para siempre de tu lado. La muerte hace perder incluso el sentido de la vida. Y todo nos parece un sueño. Pero el sueño es la vida misma. La vida es un Sueño compartido mientras tenemos a nuestro lado los seres queridos. A partir de su ida, comenzamos a soñar en solitario.
La muerte de Jesús, el maestro y el amigo por quién lo habían abandonado todo, marcó a los discípulos con una huella profunda. Unas pocas horas, las horas del proceso y muerte de Jesús, bastaron para truncarles las mejores emperanzas. Lucas nos describe de manera magistral el estado anímico de los discípulos después de la muerte de Jesús. Estaban desolados, Reunidos, sólo tenían palabras para manifestar lo incomprensible de lo sucedido. Como era sábado, día de descanso para los judíos, esperaban con ansia el primer día de la semana para rendir al amigo el último homenaje: una honrosa sepultura ungiendo su cuerpo con aromas. La muerte había sido para ellos una palabra definitiva. Cuando las mujeres vuelven del sepulcro contando lo de la piedra corrida y la aparición de los ángeles, "ellos lo tomaron por un delirio y se negaban a creerlas" (Lc. 24, 11). Pedro incluso, que fue corriendo al sepulcro y vio la piedra corrida y las vendas por el suelo, "se volvió a su casa extrañándose de lo sucedido" (Lc. 24, 12). La fuerza de la muerte les impedía abrirse a cualquier esperanza.
Ese mismo día dos discípulos deciden abandonar el grupo y volver a su aldea natal. Mientras iban de camino, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero estaban tan marcados por la tragedia que no podían reconocerlo. El diálogo que se establece entre ellos es magistral y Lucas lo aprovecha para hacer aflorar los sentimientos provocados por la trágica muerte de Jesús. Los discípulos estaban cariacontecidos, desesperanzados ("cuando nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel" Lc. 24, 21), cerrados a cualquier posibilidad, deshechos ante una muerte violenta urdida y propiciada por el mismo estamento oficial. En resumen, la muerte violenta de Jesús les impedía ver la realidad.
Estamos marcados por una cultura de la muerte, aunque la muerte sea el último tabú de nuestra sociedad. Aborto, eutanasia, actos de terrorismo, holocausto masivo de víctimas inocentes, guerras, destrucción y degradación de la naturaleza... Y todo esto va marcando nuestras vidas con actitudes parecidas a las provocadas en los discípulos por la muerte de Jesús. ¿Quién no siente impotencia y rabia ante el terrorismo que estamos sufriendo últimamente en nuestra sociedad? ¿Y quién no ha sufrido alguna vez de desesperanza ante ciertas situaciones sociales nuestras?
La experiencia de la resurrección de Jesús fue fundamental para devolver de nuevo a la realidad a sus discípulos. La resurrección de Jesús les convierte en hombres alegres, esperanzados (aún existe solución para nuestros males), abiertos ante cualquier posibilidad, rehechos para afrontar de nuevo la realidad y valientes. La resurrección de Jesús destruye la cultura de la muerte como realidad última para abrirnos a una cultura de la esperanza y de la vida. ¡Jesús vive!.
La celebración de nuestra Cuaresma y Semana Santa nos sumerge en la realidad del amor infinito de Dios al hombre pecador y en la consideración de los efectos sociales de nuestros pecados. Si Jesús murió no fue sólo porque nos amaba, sino también porque lo matamos nosotros. Pero la celebración de nuestra Cuaresma y Semana Santa no pueden acabar en el Viernes Santo. Sería cerrarnos a la esperanza, sumergirnos en la cultura de la muerte, suponer más fuerte nuestra maldad que el poder de Dios. Deben acabar con la celebración de la resurrección, con el canto a la vida y a la esperanza, con el paseo de la vida por las calles de nuestra desolación. Los cristianos debernos ser, en medio de nuestro mundo, los signos vivos de una esperanza y de una existencia abiertas al poder de Dios. Porque Dios puede con la muerte y, por eso, RESUCITO A JESUS DE ENTRE LOS MUERTOS
Pedro Hernández Cañizares
Párroco de Las Tres Ave Marías.
1/9/2001