Han pasado ya tres meses desde que en mi familia comenzamos a descansar de los 5 meses más agónicos que jamás pensamos vivir, donde pudimos comprobar la crudeza de un sistema sanitario abandonado a su suerte, con unos profesionales que apenas lograban cubrir las necesidades básicas de los pacientes, que tras años de duro trabajo han fallecido, como es el caso que les voy a narrar, con una atención que dista mucho de lo humanamente admisible.
El caso que contaré es el mío particular, pero es a su vez uno de tantos casos que durante esta pandemia hemos vivido en silencio, con el silencio cómplice de unos medios al servicio de las autoridades, que no han narrado nada más que las irregularidades de la gente, pero no se han parado a pensar en el gran déficit que tenemos en esta región con una sanidad pública abandonada, que yo ya viví antes de la pandemia, con una cita para cirugía 400 días después de pedirla, que gracias a una reclamación, conseguí adelantar a algo menos de 200 días.
Todo comenzó días antes de navidad, mi abuelo, el cual llevaba décadas luchando contra un cáncer volvía a recaer de una infección en su herida continua, herida de sus continúas intervenciones, que debía ser curada por profesionales en el centro de salud, pero dada la situación que vivíamos, esta estaba siendo curada por mi abuela, mujer del hogar, experta en la huerta, pero sin más conocimiento sanitario que el que te da una vida de vivencias con 5 hijos a su cargo. Tras varias visitas al hospital, mi abuelo es ingresado con una infección grave la cual comienza a ser tratada con total profesionalidad, todo parecía ir bien, más allá de las limitaciones que vivíamos, y que apenas podían verlo para cuidar de él las personas más cercanas, con sumo cuidado de no ser contagiados ni contagiar con el temido coronavirus. La infección le provocó la pérdida de sus facultades básicas y debía permanecer constantemente con una persona a su lado, o de lo contrario ser atado.
El COVID apretaba cada vez los hospitales de toda España, pero parecíamos escapar de él, o eso pensábamos hasta que el domingo 27 de diciembre nos llegó la peor noticia; el compañero de habitación de mi abuelo daba positivo por COVID-19, no sé qué fue de aquel señor, ni siquiera se su nombre, pero el virus había llegado a nuestra habitación. No sabíamos cómo ni cuándo, pero había llegado. Y nos surgió la gran pregunta: En plena pandemia, ¿qué diantres hacían dos señores mayores de 80 años en estado grave compartiendo habitación.?
Llegó el caos a la familia, y toda persona que hubiera estado en esa habitación debía permanecer en cuarentena, sin contacto con nadie, entre ellos mi abuelo, al que había que alimentar y cuidar, además de tener atado, pues literalmente se arrancaba las vías. Ese mismo día nos confirmaban el positivo de mi abuela, siendo mayor de 80 años vimos el mundo tambalearse a nuestros pies, porque además todos debían permanecer aislados unos de otros, en sus casas, sin poder ayudarse, con un padre en el hospital en aislamiento, del cual apenas nos daban información a cuentagotas, con llamadas esporádicas de pocos segundos, y no todos los días de la semana, y además una madre en casa a la espera de que la enfermedad no le diera síntomas.
7 días después nos dejaron a los nietos, los únicos que no estábamos en aislamiento, hacernos cargo de nuestro abuelo en el hospital, y lo que allí nos encontramos fue algo distópico. 2 enfermeras y 3 auxiliares de enfermería para toda la planta, aunque por suerte, o por sentido común ya no compartíamos habitación, la atención era insuficiente, y no por los trabajadores, que se desdoblaban para abarcar a todos los pacientes, sino por la cantidad de trabajo que debían realizar, pues ya os digo yo que mantener la higiene de más de 30 pacientes, la mayoría incapaces de valerse por sí mismos, es una tarea que precisa de mucho más personal. Aún recuerdo cuando por tercera vez en un día llamé a la auxiliar de enfermería para que cambiara a mi abuelo la cara que tenía, el cabreo que llevaba y la sonrisa falsa que sacaba, para que no viera el esfuerzo que estaba suponiendo para ella, yo a duras penas logré implorarle perdón por pedirle algo que es de sentido común, pero que en esta región parece no ser un servicio de primera necesidad. Yo tuve suerte, otros familiares no tanto, al encontrarse a mi abuelo desnudo, ensangrentado, o cubierto de heces, peor que el estado de muchos animales en este país, pero claro, no nos podemos quejar, porque las quejas se responden con una carta y una disculpa, y eso de nada nos serviría.
Por suerte mi abuela sobrellevó la enfermedad sin síntomas, y en la familia volvimos a la normalidad relativa, de nuevo con los hijos de mi abuelo cuidando de él, hasta que dada su delicada situación deciden llevarlo a otro hospital para realizarle una cirugía, todo parecía ir bien, hasta que cuando se estaba recuperando de esta intervención y le iban a realizar el traslado de nuevo a su hospital de referencia, la PCR previa dio positivo.
Parecía que la mala suerte se había cebado con nosotros, una familia media, con algunos ahorros para poder vivir un final de vida digno, pero sin caprichos. De nuevo mi abuelo tuvo que ser aislado, pero esta vez nos ofrecieron cosas incluso surrealistas como que un familiar estuviera aislado con él, con el riesgo evidente de contagio que podría suponerle, pero aquí ya eran conscientes de la falta de medios que tenían, y pese a lo doloroso que fue, mi abuela nos pidió que nadie corriese ese riesgo.
Un rayo de esperanza vino a nosotros, cuando día tras día no llegaron síntomas a él, pese a su deterioro de la enfermedad que la había llevado hasta esa situación. Finalmente volvió a casa, y aunque su mejoría fue efímera, tuvo que vivir en sus carnes antes de fallecer, la crueldad con la que un sistema que ha pagado con sus años de trabajo le ha tratado, décadas de esfuerzo y dedicación que le han servido para que unos señores desde sus despachos y con seguros privados, hagan y deshagan a sus anchas, convirtiendo a esta región en un ejemplo de mala gestión en la joya de la corona de nuestro sistema de bienestar; la Sanidad Pública.
En recuerdo de mi abuelo y de todos los abuelos de esta región, que han dado su vida a pagar un estado de bienestar, que hoy se tambalea mientras se destinan millones a infraestructuras innecesarias o se paga a servicios privados.
Ismael Baños Sánchez