Tras un breve y nefasto paseo por los despeñaderos de mi alma —que fue lo que significó para mí la universidad—, recalé en las Oposiciones.
Opositar era maravilloso. Había tanta realidad, tanto Espíritu, tanta exacerbada poesía en las enseñanzas con las que nos inmolaban. Ni T. S. Eliot ni Bukowski ni Octavio Paz ni Allen Ginsberg ni Dylan Thomas ni la mismísima Mariquita la Burrina o el genial Antoñico «El baboso» les hacían sombra con sus poemas, ni les llegaban a las suelas de los zapatos.
Atajos a la verdad, no cabe duda… Un acercamiento a la sabiduría. Un desplante a lo efímero, a lo superficial. Yo las había probado casi todas: funcionario de administración local, oficial de justicia, barrendero, pinche de cocina, espía del gobierno, bruja en el tren de la bruja…
Que no estudiase ni me presentase a ningún examen no significaba que no viera en aquellas materias su profunda calidez.
Pondré un ejemplo definitivo, a mi parecer, de lo que digo.
Verbigracia:
Normas especiales en relación con los funcionarios de administración local.
«Agrupaciones para el sostenimiento del funcionario común».
Los funcionarios que desempeñen sus tareas al servicio de agrupaciones para sostenimiento de funcionarios en común percibirán, en todo caso, un 15% de la cuantía del complemento de destino asignado al puesto de trabajo, por cada uno de los Ayuntamientos agrupados y en concepto de complemento específico, sin que la cuenta signada por esta circunstancia pueda ceder del 60%, aunque sean más de cuatro los Ayuntamientos que constituyan la agrupación.
No prosigo porque tampoco es cuestión de disfrutar de un éxtasis en plena redacción literaria.
Habitualmente yo cogía un tren que me llevaba a Alcantarilla y regresaba con el que volvía inmediatamente. Para hacer tiempo, más que nada, y porque también disfrutaba viajando, viendo los patios traseros de las ciudades que atravesábamos.
Si viajas en autobús contemplas las fachadas; si vas en tren, los patios traseros. Eso, al menos antes, ahora con las autovías…
Un panoli que a veces veía por allí les comentó a mis padres que salía a las nueve menos cuarto y volvía a las once, más o menos, y este soplo me ocasionó algún que otro problema.
Nacionalismos…
En estos intervalos de tiempo, entre que salía de mi casa y debía ser supuestamente atendido por los preparadores de la Oposición de turno, solía irme con la moto a dar vueltas por los alrededores de mi núcleo. Los más hermosos de la España no lluviosa.
Así, casi siempre me pasaba por el desvío de la nacional 340 a su paso por Totana. Lo mejor del desvío era el estrépito y el humo. Atravesaba la ciudad de norte a sur.
Un nadador bordeando un peñasco.
Una alucinación carnal travestida de alquitrán.
Un pecado en el alma de un rico.
Ah, sí, ¡cómo me gustaba vagar por allí! Me sentía a gusto en aquella lejanía. A veces dejaba la moto apoyada en alguna pared y me sumergía en un paso subterráneo a escuchar, simplemente a escuchar. Allí, entre pintadas obscenas y charcos de agua residual, inventaba canciones.
Y, ¿por qué no iba a las correspondientes clases para presentarme a las Oposiciones? En aquella época estaba seguro de que iba a triunfar con mis canciones; las creía a la altura de Queen o los Floyd. Y se daba el caso de que cuando yo con mi voz de grajo las cantaba y fatalmente acariciaba las melodías con la guitarra; no veía diferencia entre las mías y las de estos genios. Luego, cuando otros me las «arreglaron», había una diferencia abismal. Todavía me sigo preguntando el porqué.
En fin, tenía muchos pájaros en la cabeza y ningún rifle para abatirlos.
Por el desvío, entonces, cruzaban los autos que se dirigían hacia Andalucía o bien iban para Valencia o Cataluña; aún no estaban construida la Autovía del Mediterráneo a su paso por Murcia.
Los ruidos de los coches me traían reminiscencias viajeras.
Promesas de un cambio de vida perdidas en el horizonte. Promesas que no sé por qué nunca se cumplían.
Otras veces me largaba por los huertos. Me sabía escondrijos y lugares ignotos para la mayoría. Como un camino debajo del Polideportivo que se bifurcaba en dos y uno de ellos conducía a una rambla. Se estaba genial allí, con las hojas en el suelo —pues al lado había una propiedad con dos grandes nogales o, al menos, árboles grandiosos—. No sé si eran árboles de hoja caduca o de hoja perenne, aunque sí sé qué lo que yo escribo son libros de hoja caduca.
Nadie te molestaba por aquellos derredores.
Una vez, incluso, bajé a Bolnuevo, donde en una pequeña playa recordé los versos del gran Paul Valéry: «Ese techo tranquilo de palomas/ palpita entre los pinos y las tumbas».
Era una pequeña bahía donde las gaviotas volaban como ánimas sobre el Purgatorio.
Recuerdo algunas mañanas en las que me pasaba por El Corte Inglés (no diré «por unos grandes almacenes», porque solo existe ese). Borges prologaba en una colección que llevaba su nombre en no sé qué editorial sus libros preferidos. A mí sus preferencias literarias me asqueaban, pero esos esos prólogos eran maravillosos. Llegué a creer que aquella maestría la había alcanzado gracias a María Kodama, pero estaba equivocado. Cuando años después, me compré sus obras completas, descubrí un tomo donde venían todas sus reseñas que yo ya poseía. Creo que en esos pareceres Borges se «relajaba», no se «empleaba a fondo», no lo «daba todo»; cuando lo hacía —en sus poemas, en sus relatos—, resultaba demasiado ceremonioso, demasiado cerebral, demasiado solemne. Aquí, en cambio, había alegría, amor, sentido del humor, ironía, ganas de vivir. El único escritor al que yo he leído un prólogo de esa categoría es el que José Jiménez Lozano me hizo para mi segundo libro de poemas. Estaban a la par: ninguno era superior al otro.
Otros días, visitaba las bibliotecas de las ciudades a las que podía acudir con el tren y me empapaba de curiosidades literarias; estas sí, llenas de emoción, verdad y transgresión, muchas veces.
Recuerdo que una vez fui con un amigo de raza vasca, que se había abandonado a un curso de ruso, que nos llevaba locos a todos los que lo conocíamos.
Siempre que ETA mataba a alguien, nos repetía: «Algo habrá hecho». Yo le tiraba de la lengua: quería sonsacarle de esa bocaza suya que ETA era necesaria para el proceso de pacificación del País Vasco, cosa que, a mí, por otro lado, me importaba tres cojones. Él se resistía, pero estaba a favor de todas las consignas de los terroristas. Estoy hablando de hace más de 20 años. Me recordó a un primo mío de Barcelona que también defendía a «Tierra libre» (lo escribo en castellano, porque no sé con exactitud escribirlo en catalán). Digo esto para no herir susceptibilidades…
A veces, iba a ver a mi primo hermano Ginés Carlos. Vivía con mi tía Gregoria y su hermana. Tampoco hacía nada. Así como hay personas que tienen buen beber y otras malo, mi primo tenía mal despertar. Yo acudía a su casa sobre las 11.30 de la mañana. Por supuesto, estaba durmiendo. Hasta las 12.15, más o menos, hora en que se espabilaba, estaba echando pestes. Farfullando no sé qué. Le regalé En el camino, de Kerouac, un libro que cualquiera que tenga dos dedos en la mano izquierda percibe que es una obra maestra. A mi primo le encantó. Se compró también Los subterráneos del mismo autor y las Visiones de Coddy. Un día que fui a verlo comencé a echarle un vistazo a las Visiones…, iba pasando páginas, muchas páginas, al final lo dejé. Entonces, mi primo me dijo que a él le había pasado lo mismo, y es que ese libro no tiene ni pies ni cabeza, no hay por donde cogerlo, como toda la obra de Kerouac, salvo En el camino, porque Los vagabundos del Dharma, por ejemplo, es un libro que yo recomiendo a los alpinistas y a orientalistas locos; pero siempre lo he creído: con una obra maestra basta. También lo introduje en Bukoswki. Tengo el honor de que a personas que no habían leído un libro en su vida o que no les gustaba la literatura, Hank les encantaba. Un camarero de un pub de Totana al que le gustó mucho ese libro se lo dejó un amigo; como yo iba marcando todo lo más iracundo, pecaminoso, pernicioso y subversivo del libro, su amigo le dijo que quería conocerme. Pensaría que yo era un tío enrollao o algo así. Le quite de la cabeza al camarero la idea. ¡Qué chasco se hubiera llevado su colega!