Durante estas pasadas semanas, las irregularidades climatológicas de la primavera nos han tenido un tanto alejados de paseos por el excepcional paraje de Los Huertos, en el que su atmósfera, manifestándose de un modo extraño por inusitado, nos ha privado de degustar e interiorizar los matices que la acompañan en tan expresivo e infrecuente comportamiento, en el que la ansiada lluvia, el brumoso rocío y la intrépida humedad, han acampado a sus anchas.
Ahora, cuando las condiciones meteorológicas se han estabilizado y nos encontramos abrazados por el ambiente propio de estas fechas, donde ya el calor comienza a abrirse paso, nos regocijamos de nuevo de tan agradable realidad. En ella es posible dejarse envolver por la diversidad de perfiles que la constituyen para sentir la grandeza de la vida en toda su extensión, también el maravilloso regalo de la naturaleza, el radiante don de la paz…
En el encuentro con el paisaje, pleno de colorido, vivacidad y belleza que conforma este fascinante entorno, arropado en aromas de fina y exquisita fragancia, en el que está inserto este prodigioso hábitat, surgen numerosos testimonios del esfuerzo y dedicación de nuestros mayores por consolidar el aprovechamiento de la zona. En él, las infraestructuras de regadío son de vital importancia, a la vez que despiertan la admiración por su prestancia y utilidad.
En ese engranaje de conducciones, de fundamental significación durante siglos para el trasvase de aguas, desde su punto de origen o almacenamiento hasta las tierras de cultivo, se hizo imprescindible la fabricación de arquerías, puentes o acueductos que permitiesen rebasar las depresiones del relieve, que facilitasen el suave correr del agua en un transitar encaminado a proporcionar esperanza, a fructificar cosechas, a infundir la savia que vivifique la amplia variedad de especies vegetales que la pueblan, unas de generosa magnificencia, otras bálsamos olorosos, otras de soberbia relevancia, otras de jugoso y fecundo fruto… pero todas ellas engarzadas en la maravillosa joya que son Los Huertos de Totana.
Complementando y facilitando el disfrute de tan suntuoso jardín, de aquel que el poeta Sobejano, de raíces totaneras, definiera como «vergel de las hespérides», solícitamente cuidado por ninfas que con soplo amoroso le infunden su aliento de exuberante fertilidad, se contemplan edificios que deslumbran por su sencillez, como también los que seducen por el elegante porte de su planta y alzados, por la decoración que los engalana. Lamentablemente, son varios los que han sucumbido al inexorable paso del tiempo, avivado por la dejadez y el abandono.
Una de las edificaciones de riego, el acueducto conocido popularmente como «arco de El Perdiguero», en la rambla de La Santa, levantado con la intuición, el sabio hacer y el esmero de alarifes locales, probablemente en su constitución actual allá por el siglo XVIII, y por cuyos surcos han corrido las aguas de La Huerta y de Las Viñas de Lébor, mantiene sus perfiles con nobleza y lealtad al fin para el que se construyó, pero se observan ciertos desniveles y deterioros que llaman la atención y que requieren de una intervención que mantenga su estructura en la cohesión y firmeza como lo hemos venido conociendo hasta ahora. A través de estas líneas quiero llamar la atención de quienes puedan intervenir para evitar que sufra daños que quebranten tan emblemática pieza. Es responsabilidad común atender a su conservación y custodia y en este sentido me pongo a disposición para actuar de cara a su protección.
Juan Cánovas Mulero