Cuando en la primavera de 1885 se escuchaban en Totana los extraños sonidos del ferrocarril y su vertiginosa velocidad, en un tiempo en el que el máximo ritmo de ligereza era el de las caballerías, las gentes de esta tierra, asombradas por tal proeza y vencido el pasmo, saboreaban la consistencia de un esfuerzo labrado durante años, a la vez que sentían abrirse un cauce de futuro para sus productos y una sólida vía de progreso. Hoy, transcurridos más de ciento treinta años, después de haber superado momentos de dificultad en los que peligró la continuidad del proyecto, pues debió competir con el vehículo por carretera que en décadas pasadas parecía quererlo desbancar, como también con políticas restrictivas que tejieron su ocaso en torno a 1985, y que se salvó gracias a la implicación de los vecinos que apostaron por su mantenimiento, se enfrenta hoy a una nueva incertidumbre: en nombre del progreso se pretende paralizarlo transitoriamente, prescindiendo de un vínculo de especial entidad y de menor intensidad contaminante.
Ciertamente que encierra el progreso, en determinadas ocasiones, una serie de renuncias, inconvenientes y momentáneos obstáculos que es necesario valorar y encajar de cara a la consecución de más altas metas. Articular esas alteraciones en favor de un anhelado objetivo de provechosas expectativas requiere de una justificación que ayude a comprender esa realidad como la más viable de las opciones, sin otras soluciones ni alternativas. Quizá que esta circunstancia no concurra en la propuesta que se concibe de cara a las restricciones del tráfico ferroviario de la línea Murcia-Lorca, lo que se ha traducido en un hondo pesar entre los beneficiarios de ese recorrido. Parece que, primando determinados ordenamientos, se arrinconan las grandes ventajas y excelencias de este principal servicio, que utiliza diariamente un nutrido grupo de usuarios. Justo reconocimiento requiere su contribución a la formación universitaria y profesional de un importante número de vecinos de su área de influencia. Todo ello lo hace merecedor de formar parte de la identidad cultural de estas poblaciones. Estas razones son algunas de las que apremian a replantear proyectos que no contemplen los perjuicios que generan en la zona su cese temporal, obviando lo que supone el tener que recurrir a otros medios de locomoción de aguda agresividad medioambiental.
Tras esta inicial reflexión nos detenemos a presentar el empeño y voluntad que Totana, junto a otras poblaciones limítrofes, llevaron a cabo para conseguir adecuadas vías de comunicación que le permitiesen no solo asegurar la movilidad de sus ciudadanos, sino exportar con rapidez y agilidad, a precios asequibles, los frutos de su agricultura. Cuando la cosecha de naranja, uva… se acumulaba en los almacenes, condicionada por las escasas posibilidades de transporte, moradores y autoridades se movilizaron en busca de alternativas, pues tradicionalmente había que acercar en recuas de caballería las cargas hasta los embarcadores próximos, con el considerable perjuicio para el producto, tanto por su lentitud como por sus limitaciones. Para derrotar esa rémora, los esfuerzos se dirigieron hacia la construcción de un ferrocarril que conectase con la capital del Reino, con el puerto de Águilas y con los de Cartagena y Mazarrón. El primero de los retos se alcanzaba en la década de 1880 y el enlace con Águilas en la siguiente, quedando inconclusa la vinculación con el resto de puertos y ello a pesar del avance de las infraestructuras del conocido como «Ferrocarril de La Pinilla» en dirección a Cartagena.
Por tanto, atender estas inquietudes, esas esencias que nos constituyen, las necesidades reales de los vecinos, valorar el impacto emocional, práctico y medioambiental que acompaña a este inestimable servicio, es un deber de todos en aras de lo comunitario, de respeto al arrojo con que consiguieron cimentar nuestros mayores este beneficioso recurso.
Juan Cánovas Mulero