Cuando visité por primera vez La Bastida, ciudad argárica sita en Totana, entendí cómo nacieron las ciudades y el urbanismo inherente a su trazado. Tal vez aquellos individuos de hace casi tres mil años hicieron, sin saberlo, el diseño de Nueva York, París, Madrid o Murcia. Puede que lo que digo no sea históricamente cierto ni es un problema que me importe, pues mi imaginación es libre y me permite conjeturar lo que aquellos individuos pensaban con el lógico riesgo de equivocarme.
Supongo (téngase en cuenta solamente como supositorio) que las gentes que se instalaban en algún lugar dentro de su trashumancia inevitable en busca del necesario alimento, encontraron lugares donde su vida era más cómoda y se instalaron. Naturalmente el jefe, reyezuelo o líder de aquellos colectivos eligió para sí y su familia el mejor lugar que sin duda era el más elevado y de conveniente defensa ante cualquier posible ataque.
El resto de la tribu fue construyendo sus chabolas, luego casas, partiendo de la del jefe en descendencia de nivel, de tal modo que las incipientes calles nacían todas desde el centro del poblado. ¡Coño! Como ahora. Las calles de nuestros pueblos y ciudades nacen todas en el que se hace centro porque, aunque ya no viva en él el líder, si están situados los edificios del poder y desde él emanan todas las calles de los pueblos y ciudades numerándose desde ese eje o centro con los números pares a la derecha y a la izquierda los impares.
Inicialmente las calles se enumeraron por motivos intrínsecos, es decir, por los oficios que allí se realizaban como la calle Tinajerías, por algún árbol característico como la calle del Olmo, o como en el caso que nos ocupa de un hecho ocurrido en ella.
El hecho en sí mismo hoy día carecería de importancia y lo llamaríamos pueril, pero en otros tiempos de moral menos relajada, lo que nos parece nimio tuvo la importancia de paralizar toda una reunión de vecinos
En esos tiempos en los que la vida en los pueblos era muy tranquila, sus calles estaban soladas de tierra y por ellas solamente pasaban personas caminando, algún animal de carga o un carro alguna vez al día, los vecinos durante el buen tiempo al atardecer sacaban sus sillas o mecedoras a la calle, se reunían a las puertas de sus casas a charlar mientras los niños jugaban a su alrededor, los vecinos se conocían y compartían todo cuanto tenían, se prestaban la sal, el azúcar o la ayuda en las necesidades, esta calle tan corta era toda una familia y compartían sus alegrías y fiestas.
Con motivo de cierta festividad los vecinos decidieron festejarla en la calle al caer la tarde con una merienda y llamaron a una rondalla para que animara la fiesta. Sonó la música con la natural alegría de los vecinos y pronto algunas mujeres se pusieron a bailar seguidas de los jóvenes. La alegría fue subiendo de tono y una pareja de enamorados bailaban despreocupadamente ante la mirada complaciente de los mayores.
Pero aquel chico, llevado por el ritmo del baile, la proximidad de la chica y el amor que se le salía por todos los poros de su cuerpo, con absoluto olvido de todo cuanto le rodeaba que no fuera su amada, la besó ante el asombro de los recatados vecinos. Ante aquel inaudito acto, la rondalla dejó de tocar, se paró el baile y todas las miradas quedaron fijas en la pareja.
Por este singular hecho, aquella corta vía del centro del barrio de Sevilla, quedó con la denominación con la que la gente la llamaba: la calle del Beso.
Juan Ruiz García